El poeta latino Horacio, a cuyo magisterio me acojo, decía en 'De arte poética' (vv 70-72): «Renacerán muchos vocablos hoy perecidos, y perecerán muchos ... que hoy están vigentes, cuando así lo quiera el uso, en cuyas manos están el poder de decisión, la ley y la regla».
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Es la magia de las palabras: unas nacen para perdurar, otras, al poco, se pierden irremisiblemente; algunas mueren, para renacer más tarde por impredecibles razones. Hoy vuelvo, por razones de nostalgia, al habla de la niñez, algunos de cuyos términos y expresiones andan desaparecidos o en trance de hacerlo. Éramos inocentes, indocumentados y sin manual de instrucciones, de modo que utilizábamos un idioma más auténtico, quizá menos rico, pero más sentimental, más puro que el que hoy nos sirve para entendernos o para disentir y armar gresca.
En mi barrio, en la placeta de San José, había dos quioscos regentados respectivamente por la señora María y la señora Juana (eran mayores y se les debía respeto). Los quioscos eran el supermercado de la chiquillería, el escaparate de las cosas apetecibles. Allí se vendían tebeos para alimentar la fantasía e iniciarnos en la lectura, además de para vivir aventuras y viajar por misteriosos lugares lejanos: África, La China, los hielos del Polo Norte o la Antártida. Tebeos como 'El Capitán Trueno, 'El Jabato', los primeros de 'Supermán' (en álbumes muy cotizados), 'Diego Valor', 'El Pequeño Héroe', 'Mendoza Colt', 'Mujercitas', 'Florita', 'Azucena' (para niñas), 'TBO' y 'Pulgarcito'.
Según la temporada, llegaban castañas. A saber: 'crudas', 'asadas' y 'pilongas', estas algo dulces y más duras que una piedra, pero que devorábamos como si no hubiera un mañana; igualmente se vendían cañamones (que también era comida para pájaros) y pipas de girasol saladas, algunas de tan mala calidad que frecuentemente resultaban 'fallutas', sin semilla. Naturalmente, las cáscaras iban a parar al suelo. Aún no se había destruido demasiado el planeta y, carentes de malicia, nos permitíamos ensuciarlo un poco.
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A veces éramos crueles con algunos compañeros, lo que se traducía en letrillas chuscas que no pretendían vejar en exceso, aunque nunca supimos si hicieron sufrir a nuestros amigos, porque era de 'flojos' y 'acusicas' 'chivarse' a padres o profesores. Decíamos, por ejemplo, 'Cabeza gorda, Napoleón, / mata los chinches con un cañón' a los que la gorra les venía estrecha. Peor lo tenían quienes usaban gafas, para los que se recitaba otro pareado: «Gafitas cuatro ojos / capitán de los piojos». A pesar de ello, se buscaba una equidad en los juegos, para los que nos dividíamos en equipos que intentábamos equilibrar 'echando pies', es decir, los dos más destacados se ponían frente a frente a poca distancia e iban adelantando las plantas alternadamente. Cuando entre ambos no cabía el pie entero del que le tocaba ponerlo, metía la planta cruzada y, si cabía, pronunciaba la fórmula 'monta y cabe', que le otorgaba la ventaja de elegir primero. Si no cabía el pie atravesado, se consideraba perdedor y elegía en segundo lugar. Este preliminar continuaba con la elección por turno de los compañeros de equipo. En mi caso, fui poco aventajado en el fútbol, por lo que ejercí casi siempre de portero, recibiendo balonazos por todo el cuerpo, aunque una vez metí un gol 'de chiripa' por el larguero, lo que me redimió algo de mi torpeza.
Jamás cometíamos la vileza de competir jovenzuelos talludos o 'janglones' contra pequeños o 'mengajos', 'petates' y 'monicacos'. Existía un estricto sentido de la imparcialidad y la justicia, no como hoy, cuando en la Copa del Rey se tolera la ignominia deportiva de enfrentar, 'es un poner', al Real Madrid con la Ponferradina o el Leganés. Eso es ir a ganancia casi segura, aunque a veces a los equipos grandes les 'sale la marrana mal capada', acaban derrotados y 'con el rabo entre las piernas'.
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Por otro lado, había ocasiones en las que jugábamos –incluido el fútbol– sin reglas ni amigos, aliados ni compañeros. Era un todos contra todos en que se toleraban agarrones de la camisa, empujar al descuido y 'poner el calzo' para que los rivales tropezaran y cayeran al suelo. Pero antes de empezar, nobleza obliga, se pronunciaba la fórmula de aviso 'cada uno para su pellejo'. Y triunfaba el más fuerte o el más habilidoso, al que seguíamos como jefe. Si se trataba de coronar un montón de arena al pie de una obra, el que lo lograba rechazaba al resto al grito de 'fuera de mi castillo, que hay grillos'. Una frase sin sentido, pero que rimaba, como en las lecciones de Geografía rimaban, cuando era posible, las provincias de una región: 'Aragón tres: Huesca, Zaragoza y Teruel'; 'Extremadura dos: Cáceres y Badajoz', pero nunca Badajoz y Cáceres.
Estampas de un tiempo ido, rescatadas de los pliegues de la memoria.
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