Recién retirado de los escenarios el bardo que dibujó con su música el mapa sentimental de buena parte de nuestra vida, sin otra representatividad que ... la de mis palabras, solicito para Juan Manuel Serrat el Premio Nobel de Literatura. Las letras de sus canciones y las melodías en que venían envueltas fueron arrullándonos en nuestros amores, en los años de estudio y profesión, incluso durante la crianza de nuestros hijos, «esos locos bajitos que cargan con nuestros dioses y nuestro idioma», a los que defendió echándonos en cara las regañinas que les dedicábamos («Niño, deja ya de joder con la pelota, / niño, que eso no se dice, que eso no se hace, / que eso no se toca...»).
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Si le otorgaron el Nobel a un eximio cantautor y extravagante persona (aprovecho las palabras, levemente modificadas, del dictador Primo de Rivera al inmenso Valle Inclán, tras mandar detenerlo) como Dylan, a quien quisimos tanto, por qué no a Serrat, que posee, para muchos, superiores méritos que el americano. A Dylan todavía no le perdonamos su desapego con quienes lo seguimos en la juventud, encandilados con su música. Nunca quiso venir a España durante la Dictadura para traer un soplo de alegría y aire fresco a quienes lo admirábamos en un país de tradiciones cutres, una cultura casposa y unas ideas morales y un pensamiento desfasados.
Posiblemente le parecíamos inferiores, bajitos, renegridos y cantantes de rancheras, porque nos imaginaría con el sombrero mexicano y los frondosos bigotes con los que aún nos confunden muchos compatriotas suyos. No le perdonamos que no viniera a España para reconfortar con su música aquellos grises años. Porque quienes quieren comunicar algo deberían hacerlo desde la proximidad emotiva y no como seres inalcanzables metidos en una urna, a los que hay que venerar como a los santos.
Quizá pensaría que todos aplaudíamos al Caudillo e íbamos vestidos de torero por la calle, batiendo palmas alrededor de mujeres en bata de cola, o que... Cuando por fin decidió visitarnos ('money is money'), comentan quienes asistieron su carencia de empatía, su negativa a los bises, su sosería, su falta de carisma. Una excelente y entusiasta crónica de Rubén García Bastida, publicada en este periódico en mayo de 2019, sobre su concierto en Murcia, lo defiende, alegando que el cantante parece decirle al público «Dejadme en paz. No soy vuestro». Cuenta que en Lorca –donde tampoco asistí– actuó de perfil y no miró ni una vez al público. Formo parte, pues, en palabras de Rubén, de «la colección de indignados» a los que decepcionó por su distanciamiento. Una multitud compensada con la, seguramente superior, de quienes lo adoran.
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Mayor razón habría para conceder el Nobel a Serrat, que animó nuestra tristeza e iluminó la oscuridad política y cultural de unos años penosos, además de ser un referente ético y social digno de admiración. Como intérprete, tuvo la valentía de arriesgarse a cantar en las repúblicas americanas de Chile y Argentina, aquejadas de espantosas dictaduras, para convocar sonrisas y esperanza en quienes sufrían la opresión de militarotes indignos y golpistas infames como Videla y Pinochet. Un hombre decente, comprometido, que en 1975 arrostró un año de exilio en México por criticar la represión del Régimen. En su historia artística, el disco 'Mediterráneo', de 1971, es ya una leyenda. Se dice que pudo componerlo en una visita anterior a México, en Calella de Palafrugell o, incluso, durante un encierro con artistas en el monasterio de Montserrat en protesta contra el Proceso de Burgos.
Con él miramos de otra forma un mar donde aún había erizos, lapas y conchas entre las rocas de la orilla (¿quedan algunas?). Este disco inmenso es testimonio agridulce de una época desaparecida en las brumas del tiempo, y sugiere que todos tuvimos, o tendremos, nuestro propio Mediterráneo. Serrat dio, con sus palabras y las de Salvat Papasseit, Machado, Miguel Hernández, Benedetti... una nueva dimensión a la poesía, alzándola a una popularidad sin distinción de clases ni ideologías.
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Él cantó la fría soledad de la 'tieta', el alma viva y la fuerza de los veinte años, la necesidad de abrir caminos, la nostalgia de un tiempo de rosas, la imagen ya olvidada de los traperos de nuestra infancia y el fulgor de las hogueras de San Juan. Un intérprete tan cercano que bien merece el reconocimiento otorgado a gentes de menor hondura artística. No entro en otras consideraciones que las de su enorme talla social, su talento para conectar la música de sus poemas con su tiempo a través del arte de la canción. Hablo de su talante cívico y su ejemplo, digno de seguir por quienes buscan un referente ético que les sirva de brújula en un mundo enfermo de mentiras e hipocresía, olvidos clamorosos y falacias sin cuento...
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