Es muy probable que, con el ritmo vertiginoso de destrucción que lleva Trump, resulte imposible escribir, durante los próximos años, de algo que no sea ... Trump. Las miserias de la política nacional y regional han quedado tan pequeñas ante la implosión no controlada del orden geopolítico propiciada por Trump, que resulta difícil encontrar un instante de prioridad para ellas. Hubo un tiempo en que la política autonómica constituía la mayor urgencia y requería de reflexiones y denuncias; meses antes del triunfo electoral de Trump, los movimientos de la política nacional adquirieron un protagonismo insoslayable. Pero, ahora, la política internacional se ha convertido en la materia más acuciante, en la medida en que las implicaciones de los actos de Trump van a tener derivadas que afectarán hasta la convivencia de la última comunidad de vecinos del planeta. Quienes miren los gestos autoritarios y demenciales de Trump como algo muy lejano y que no afectará a nuestras vidas de barrio se equivocan. Los cuatro años en los que este criminal va a estar en la presidencia de los Estados Unidos van a cambiar el mundo a peor de una manera sensible y, probablemente, irreparable. Y no nos engañemos: aquí no se va a salvar nadie. Aunque la ultraderecha europea muestre su vasallaje al autócrata norteamericano, el solar en el que se va a convertir Europa no va a discriminar entre buenos y malos, aliados y enemigos. Vox también acabará formando parte del menú en el banquete de Trump. Son los tontos útiles de los que requiere el presidente norteamericano en su objetivo fanático de destrucción de Europa.

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Que, de repente, Trump haya comprado todo el discurso del dictador y genocida Putin, hasta el punto de calificar a Zelenski de dictador, era algo previsible. La maniobra persigue dos resultados ventajosos: en primer lugar, establecer una complicidad con Rusia lo suficientemente obscena como para despertar el recelo de China; y, de otro, devolver el mundo al sistema de bloques preexistente a la caída del muro de Berlín. En el primer caso, parece evidente que la entrega, por parte de Trump, de Ucrania a Rusia no busca sino abrir una brecha entre esta y China. Por más que Rusia se recupere de su decadencia económica y tecnológica, siempre será un antagonista más débil y previsible que el gigante chino. Para Trump es prioritario que Rusia recupere el liderazgo del mapa mundial desde Europa del este hasta Asia, y no ser un mero satélite de los intereses geopolíticos chinos. De ahí que un paso crucial en esta estrategia sea debilitar al máximo a Europa para que Rusia recupere su zona de influencia sobre los países de la antigua Unión Soviética. Europa debe ser sacrificada. Y a Trump no le va a temblar la mano –como ya se está demostrando–.

En cuanto al segundo objetivo fijado por el actual habitante de la Casa Blanca –la recuperación del mundo polarizado en los dos bloques de la Guerra Fría–, conllevaría consecuencias cuando menos sorprendentes. Trump es un neoliberal acérrimo, un tecnócrata asilvestrado para el que la globalización es su contexto y hábitat natural. Sin embargo, la nostalgia del mundo pre-Perestroika supone volver a un sistema de relaciones anterior al impulso globalizador. Mientras Estados Unidos y la Unión Soviética tensionaban el planeta mediante su equilibrio de fuerzas, el mundo se encontraba regido por dos temporalidades diferentes –sin apenas influencia la una sobre la otra–. Pero cuando el muro de Berlín cayó, el antiguo occidente se convirtió –como argumenta Peter Osborne– en un «occidente sin límites». De repente, las diferentes temporalidades se sincronizaron y el mundo latió a la vez. Ya no había asincronías, y en el mapa internacional todos los hechos eran contemporáneos los unos de los otros. Esta contemporaneidad se constituyó en el fundamento primero de lo que hoy llamamos globalización. ¿Cómo compaginará Trump su añoranza de los dos bloques con la preservación de las dinámicas de la globalización tal y como imperan en la actualidad? Resulta difícil pensar que la voracidad económica de un Elon Musk sea compatible con una parcialización del planeta en ámbitos ensimismados de relaciones comerciales. Es más: ¿se puede revertir la pesada maquinaria globalizadora?

Lo que parece claro es que, en esta reinvención del 'antiguo régimen' de fuerzas, Europa tiene todas las de perder. Si tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la Alianza Atlántica convirtió a Europa en la aliada necesaria de Estados Unidos, el futuro que Trump prepara para la Unión Europea se advierte muy diferente. El presidente de los Estados Unidos ya no quiere a los europeos como aliados, sino como un territorio sumiso y obediente. Para el pragmatismo grosero de Trump, Europa constituye un paradigma demasiado intelectual y peligrosamente vinculado con el cuidado de la democracia, las libertades y los derechos. En su utopía autocrática, la tradición política y filosófica europea constituye un estorbo que debe ser eliminado de la manera más eficaz e irrevocable posible. En el orden abierto tras 1945, Europa se convirtió en un bonito escenario turístico y un paraíso cultural. Pero, tanto desde el punto de vista industrial como militar, Europa ha ido perdiendo fuerza hasta quedar reducida a la insignificancia. Recuperar en cuatro años lo que hemos perdido en ochenta va a ser difícil. Pero no queda otra.

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