La imagen de miles de personas esperando, en la estación de Chamartín, esperando a que salga su tren, tiradas en el suelo, indignadas y sin apenas información, se ha convertido ya en parte del acervo de la España contemporánea. Como la realidad y el arte ... llegan a veces a confundirse, todos los incidentes de los últimos meses me han hecho recordar una de las acciones colectivas más lúcidas de mi admirado Isidro López Aparicio: 'dESPACIO rail: desESPERANDO', realizada en varias ocasiones durante 2012 y 2013. En ella, varias personas se tumbaban en vías de tren construidas para conectar distintos puntos de Granada y Jaén. El caso es que, una vez puestas las vías, los trenes nunca llegaron a aparecer por la ineptitud política. Aquellos que se tumbaron sobre ellas pretendían escenificar un suicidio. Pero, como las luces de las locomotoras jamás aparecían en lontananza, este intento de suicidio colectivo fracasaba una y otra vez, evidenciando el abandono, por parte de las administraciones, de esas localidades. De alguna manera, esas personas que se tumban sobre las vías del tren, en una espera que jamás acaba, me recuerdan a tantos y tantos usuarios que, durante el presente 2024, han aguardado con desesperación a que apareciera su tan ansiado tren. Porque viajar en AVE se ha convertido en una lotería: compras el billete y, cada día que pasa, las posibilidades de que suceda algún percance que te deje en tierra o te impida llegar en hora a tu destino, crecen exponencialmente. Tanto es así que, en la medida en que puedo, evito coger el tren. Si no conduces –como es mi caso–, lo mejor es reservar un Blablacar y evitar todo el estrés ferroviario –que ya solo se mantiene a raya a base de ansiolíticos–.
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Ahora bien, antes de seguir haciendo más sangre, introduzcamos una aclaración: la culpa de que el sistema ferroviario español se encuentre en quiebra no la tiene el ministro Óscar Puente –o mejor dicho, no la tiene solo él–. La falta de las inversiones necesarias para modernizar la red de ferrocarril estatal se remonta a hace 15 años –periodo durante el cual han pasado gobiernos de todos los colores y ministros de diferente índole–. El cortoplacismo del análisis político, la polarización asfixiante que impera en la vida pública y las modas a la hora de señalar un objeto fóbico preferido pretenden hacernos pensar que el desastre ferroviario español es cuestión de ayer. Y no. Puente tiene su culpa, pero los que vinieron antes que él, también. Es cierto que, durante los últimos años, se han tomado decisiones funestas para toda la zona de Levante –Valencia, Alicante y Murcia–, entre las que destaca llevar la estación de término, en Madrid, a Chamartín. Desembarcar en el norte de Madrid es una cabronada como pocas, ya que, de repente, has de sumar a cualquier gestión entre 30 y 60 minutos más de los que necesitarías llegando a Atocha. Chamartín, además, es una estación no solo en obras, sino en ruinas, deshumanizada, que genera problemas cada dos por tres. La desastrosa planificación radial de la red ferroviaria española –producto del centralismo rancio que vertebra este país– ha llevado a que las dos estaciones de Madrid –y, sobre todo, Chamartín– no den más de sí y su gestión se haya convertido en una quimera. Además, y como leía el otro día en un estudio al respecto, el diseño de esta red se realizó para un monopolio –Renfe–, y, sin embargo, durante los últimos tiempos, se han sumado dos operadoras más que han añadido más estrés al sistema.
Por otro lado, todos los trenes presentan síntomas de envejecimiento alarmantes. Recuerdo que, hace una década, montar en un AVE suponía introducirte en un ambiente 'supra' en el que todos los detalles estaban bien cuidados y la locomotora no te dejaba tirada en medio de La Mancha. Todo eso ha cambiado: ahora la sensación de cutrez que tiene el usuario del AVE crece en cada viaje. Pagas precios desorbitados por un servicio que es peor que el de los viejos Talgos que se caían a pedazos –¿alguien ha conseguido sacar un chorro de agua de los lavabos de los servicios del AVE durante los últimos años?–. Lo he intentado todo: ejercicios de contorsionismo imposibles con las manos, coreografías de danza contemporánea, preguntas al supervisor. Nada: no hay manera de lavarse las manos en un AVE después de hacer tus necesidades. Y todo ello después de pagar unos 80 euros de media por cada trayecto. ¿Cómo se le puede llamar a esto? ¿Atraco? ¿Estafa?
Sí, lo de Adif comienza a ser ya una estafa que, además, se ceba con las conexiones con el levante. Es un dato objetivo que muchas de las últimas averías que han sufrido los trenes de alta velocidad estaban relacionadas con expediciones que tenían como lugar de origen o destino Murcia, Alicante o Valencia. Los usuarios tienen poco que hacer, puesto que si quieren obtener indemnizaciones superiores al precio que han pagado por el billete han de recurrir a la vía de los tribunales –y, claro está, esto es por entero desincentivador–. Lo peor es que, como en el caso de la vivienda, cualquier inversión que se haga solo podrá arrojar resultados a largo plazo. Por lo que olvidémonos del transporte público y pensemos en alternativas para llegar a Madrid –que, por otro lado, es la única ciudad a la que se puede llegar en tren–. Solo nos queda morirnos de asco y aguantarnos. Y, cuando Adif nos deje tirados, convertirlo en una performance y rentabilizar la frustración.
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