El triunfo de la ultraderecha en Austria es el último síntoma del 'sex-appeal' que los partidos populistas y con discursos totalitarios tienen entre la ciudadanía actual. El Partido Liberal de Austria, fundado por exnazis y liderado por Herbert Kickl –xenófobo y partidario de Putin– ... ha expandido la mancha inquietante de la extrema derecha en el cada vez más irreconocible mapa de Europa. En Italia, Hungría, Polonia, República Checa y Finlandia ya gobiernan los ultras. A lo que hay que añadir su ascenso y consolidación en otros países como España, Portugal, Inglaterra, Países Bajos, Francia o Alemania. Por si no fuera esto suficiente –y como tantas veces se ha denunciado desde esta misma sección–, la atracción que dictaduras como la de Venezuela y Cuba ejercen en la izquierda europea constituye un indicador más de hasta qué punto los modelos de erosión de la democracia seducen transversalmente a unos y a otros, en una deriva cuyas consecuencias no somos todavía capaces de medir. Por razones que resultan difíciles de entender, la democracia ha dejado de ser un valor absoluto e incuestionable que concita el consenso y el esfuerzo de la mayoría. Es más, la mil veces decretada 'crisis de occidente' parece sustanciarse en un repudio del sistema democrático, el cual se considera como el más privativo hallazgo y, por lo tanto, el principal lastre de una cultura en decadencia. Según la hermenéutica delirante del populismo, la razón de que la sociedad occidental se encuentre en crisis y amenazada por las demoniacas fuerzas externas la tiene la democracia –un sistema que acepta a todos, que se rige con mano blanda y que se ha terminado por convertir en un propagador del caos–.
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En rigor, aquello que motiva el descrédito de la democracia es precisamente lo que, desde un principio, supuso su esencia inalienable: un sistema de derechos que garantiza la igualdad y la libertad. Sociológicamente, nos encontramos en un momento en el que no se acepta la discrepancia y, por tanto, la existencia de un otro que pueda tener una visión del mundo antagónica. Uno de los grandes logros de la teórica Chantal Mouffe fue el cuestionamiento del consenso universalista en el que había caído el proyecto de la democracia liberal, el cual impide el reconocimiento de la diferencia –lo particular, lo múltiple, lo heterogéneo–. La pretensión de concebir la democracia desde el consenso conlleva que todas las situaciones de conflicto –originadas por la confrontación de los antagonismos– se consideren como una anomalía que urge erradicar. El camino que estamos recorriendo es exactamente el contrario al señalado por Mouffe: en lugar de transformar la democracia en un espacio en el que pactar el disenso y los antagonismos, nos dirigimos a velocidad de vértigo a una situación en la que lo diferente se considera como un 'fallo' del engranaje democrático. Pensemos en el actual contexto de polarización que vive la política española. En verdad, lo que amablemente se denomina como 'polarización' no es sino la negación radical de la posibilidad de existencia del otro antagónico. Dicho de otra manera: la derecha considera que la existencia de la izquierda solo puede deberse a la enfermedad del sistema, y viceversa. Desde el prisma de Feijóo y de Abascal, ningún sistema sano consentiría la llegada de un político como Pedro Sánchez a La Moncloa; y desde la perspectiva de este último, el desempeño público de Feijóo y Abascal solo puede deberse a una democracia anegada por el fango. Si se atiende a esta lógica, el mensaje transmitido desde ambos bandos es que la democracia no es tanto aquello que permite un desenvolvimiento legal del conflicto cuanto el causante de que diversas malformaciones y errores tengan voz dentro del sistema. En la medida en que la democracia se articula como el garante del 'otro erróneo', la democracia es, por tanto, el problema. Y toda la frustración que reciben los partidarios de unos y otros por el hecho de que el antagonista tenga voz se convierte en una carcoma que va ahuecando la confianza en la convivencia democrática desde dentro. No nos engañemos: tanto para Sánchez como para Feijóo la democracia ideal sería aquella en la que el otro no tuviera voz, es decir, una no-democracia.
Otro de los motivos de decepción de la sociedad contemporánea para con la democracia es que, en el mundo occidental, esta siempre tiene un apellido: 'democracia liberal'. Y no se olvide, en este sentido, que las democracias liberales se han convertido en las vías de expansión de un régimen económico concreto: el capitalismo. En la era de la globalización, la fase avanzada de este régimen –el neocapitalismo– está acentuando todas aquellas desigualdades sociales que las utopías modernas soñaron con eliminar. Las democracias ya no seducen a la población porque se han convertido en las fortalezas de los más ricos y poderosos. Si para acabar con el imperio de estos pocos y la desgracia de los muchos hay que acabar con la democracia, pues se hace y punto. Y si las alternativas populistas y totalitarias conllevan un cierre de fronteras para que los del sur no vengan a quitarnos el trozo de pastel que nos queda, mucho mejor. Al igual que Dalí tenía fantasías eróticas con Hitler, una parte significativa de la ciudadanía contemporánea no puede dejar de rendirse al sex-appeal del totalitarismo. En lugar de esforzarnos por encontrar las soluciones dentro del sistema democrático, hemos optado por activar funestas alternativas fuera de él.
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