La política contemporánea parece soportar todas las contradicciones posibles –por gruesas que estas sean–. La principal razón de ser de la supervivencia a toda costa ... del Gobierno presidido por Pedro Sánchez es evitar la entrada de Abascal y la ultraderecha en el Consejo de Ministros. Está claro que Feijóo ha tocado techo demoscópico y que, escaño arriba, escaño abajo, necesitará a Vox para instalarse en La Moncloa. Una ultraderecha fuerte como principal y única socia del Gobierno tendría sus dramáticas consecuencias: sumisión a Trump, alianza con el eje pro Putin, retirada del apoyo económico y militar a Ucrania... Si de lo que se trata es de evitar esta deriva de la política española, se explica que Sánchez resista. De hecho, en cada una de sus escasas intervenciones públicas, el secretario general del PSOE se ha arrogado el papel de líder de la trinchera contra la «internacional fascista». Hasta aquí todo muy bonito y loable. Los problemas vienen cuando, en su política de pactos para darle oxígeno a la legislatura y que no muera por fallo multiorgánico, su interlocutor es Puigdemont.

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Hay quienes, desde la izquierda, salvan los pactos con Puigdemont desde el argumento de su capacidad para desestabilizar el llamado «régimen del 78». Todo lo que suponga poner en jaque al Estado y a la arquitectura constitucional vigente les mola. Venga de donde venga. La pregunta que yo les haría a los que comparten esta opinión es: ¿qué es más preferible: una democracia perfeccionable o un régimen racista y supremacista como el que propone Puigdemont para Cataluña? Yo, desde luego, lo tengo claro: prefiero la primera opción. Soy republicano por convicción y la monarquía constitucional no es mi modelo ideal; del mismo modo que, durante la Transición, se dejaron abiertas muchas heridas relativas a miles de víctimas del franquismo cuyo paradero sigue siendo desconocido. Queda mucho por hacer en este sentido. Y, por consiguiente, la Constitución es mejorable. Pero entre esta democracia imperfecta y el delirio nacionalista y xenófobo que Puigdemont quiere implantar en Cataluña, me quedo con los ojos cerrados con nuestra casi cincuentenaria democracia.

El líder de Junts es un megalómano, narcisista, populista y racista que tiene en la mente una Cataluña depurada de cualquier contaminación cultural externa. Si estos mimbres no fueran ya de por sí suficientes, el paisaje político catalán se ha visto sacudido por la irrupción de Aliança Catalana –una fuerza ultraderechista de una radicalidad que, por contraste, deja a Vox como un partido remilgado–. El miedo a que Aliança le coma el pastel a Junts ha llevado a Puigdemont a subir la apuesta de su política migratoria, superando a Trump por la derecha. El viraje hacia un concepto de 'identidad catalana' que pierde todo su carácter cosmopolita y de cruces de culturas para convertirse en un búnker provinciano depurado de cualquier contaminación exterior ha llevado a Puigdemont a convertirse en uno de los grandes abanderados de la xenofobia en el mapa mundial. La idea de Cataluña que articula se define perfectamente a través del siguiente argumento, deslizado por Michaël Foessel, en su imprescindible ensayo 'Estado de vigilancia. Crítica de la razón securitaria': «En la medida que el afuera designa un peligro confuso y por tanto hiperbólico (inmigrantes clandestinos, traficantes de droga, terroristas), el adentro se califica a sí mismo como una fortaleza asediada». Aquí radica la clave del discurso antimigratorio de la ultraderecha: en la idea de la «fortaleza asediada». Tal y como se pregunta oportunamente Foessel: «¿Cómo explicar que las medidas de seguridad, de las que la construcción de muros no es más que un aspecto, se hayan impuesto con tal evidencia? ¿Por qué la banalización securitaria se ha convertido en el instrumento principal de legitimación de las políticas públicas y de las iniciativas privadas, hasta el punto de que ningún aspirante al poder puede permitirse la más mínima 'inocencia' sobre el tema? ¿Cómo comprender que el deseo de protección sature el horizonte político sin que , mientras tanto, se ofrezca al ciudadano ninguna protección democrática y social real?».

Es fácil visualizar en esta cita el fundamento de las políticas de Trump –a las que Sánchez se opone–. Pero también es posible situar dentro del perímetro paranoico que la «construcción de muros» define al todopoderoso Puigdemont –con el que Sánchez pacta–. La cesión de las políticas migratorias a Cataluña –por chantaje de Junts– sitúa a Sánchez como el inesperado cómplice de la política más racista, xenófoba y excluyente de la historia de la democracia española. Transferir la gestión de la migración en los términos en que Puigdemont ha exigido no constituye un pacto más ni, por supuesto, una decisión menor cuyo escrutinio se pueda perder en la trituradora de la actualidad; muy al contrario, supone una decisión que deslegitima por entero a Pedro Sánchez para liderar cualquier proceso de resistencia contra el auge de la ultraderecha a escala mundial. Hay contradicciones y contradicciones. Y esta, desde luego, es de las que invalidan una arquitectura discursiva en términos absolutos. Que la izquierda apoye el auge de la ultraderecha es lo último que nos faltaba por ver. Ya no hay soldados en el ejército de los buenos.

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