Afirmaba, hace unos días, el periodista y escritor Juan Soto Ivars, en una tertulia televisiva, que él no tenía conocimiento alguno sobre incendios y que, ... por tanto, prefería inhibirse a la hora de dar cualquier opinión sobre la tragedia de Las Atalayas. Le doy toda la razón en este punto. Si todo lo sucedido hubiera sido la consecuencia de un simple y fatal accidente, poco margen para la opinión habría por parte de los que no tenemos ni idea sobre incendios. Pero, en el caso de las discotecas Teatre y Fonda Milagros, el accidente parece ser la consecuencia de una serie de irregularidades cometidas tanto por la empresa propietaria de ambos locales como por el Ayuntamiento de Murcia –lo cual es más grave si cabe–. Durante toda esta semana, hemos asistido a un torrente de declaraciones provenientes de empresarios, abogados, políticos, etc. Cada parte intenta salvar el pellejo a través del argumento más plausible y no pocas triquiñuelas dialécticas. Pero esto no va de quién lleva la razón, sino de quién la ha perdido –las trece víctimas del incendio–. Que nunca se nos olvide esto para no caer en una manifiesta falta de respeto que, por momentos, parece bordearse por un desplazamiento malintencionado del foco.
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Lo que parece evidente es que, durante el último año y medio, Teatre y Fonda Milagros se convirtieron en una suerte de 'punto ciego' para la administración. Esta manzana de discotecas de Las Atalayas se convirtió, de repente, en un territorio autónomo regido por sus propias leyes. Estaba el municipio de Murcia y, fuera de este, en un limbo legal, el Teatre. La orden en firme de cese de actividad, dictada en octubre de 2022, no se cumplió: la inspección se limitó a realizar una llamada a la empresa para ejecutarla. No se personó en el mismo local –quizás porque estaba situado lejos del centro–. La sala Teatre superó incluso una inspección de Sanidad cuando supuestamente estaba cerrada. La Policía Local –que literalmente acosa a los bares de copas del centro de la ciudad– no tuvo a bien, durante el último año y medio, solicitar a los dueños de las discotecas la licencia de apertura y constatar que esta estaba suspendida. Y esto, claro, llama la atención: ¿cómo es posible el celo puesto sobre locales de no más de cien metros cuadrados en el centro de Murcia y con dos salidas de seguridad, y la desidia mostrada con respecto a dos 'monstruos' de enormes dimensiones como son Teatre y Fonda Milagros, en donde cada fin de semana entraban miles de personas? ¿Acaso la labor de la inspección y de la policía 'viste' más en el centro, donde las continuas rondas poseen un carácter más estético y pueden ser contempladas por un mayor número de vecinos?
Todo huele mal en este asunto. La cadena de ciscunstancias que se han producido durante año y medio para que la fatídica madrugada del 1 de octubre trece personas murieran en un incendio es de una incompetencia tan refinada que o respondía a un plan perfectamente predeterminado, o estamos obligados a creer en el pensamiento mágico. Un punto ciego como este no se genera si no es mediante una acción conjunta y hábilmente sincronizada. Y el problema –sobre todo para los familiares de las víctimas– es que todo este cruce de justificaciones va a conformar una red multiestratificada de palabrería que terminará por convertir el proceso en harto engorroso y difícil de dirimir.
Por supuesto, que a nadie extrañe la dimensión incontrolada de los daños colaterales. Desde la madrugada del domingo se ha instalado una nebulosa en el tejido social que lleva a pensar en el ocio nocturno como un territorio sin ley, gestionado por criminales potenciales. Y esto no es ni cierto ni, por lo tanto, justo. El conjunto de este sector está compuesto de profesionales que precisamente han invertido mucho dinero en sus negocios para que sucesos tan lamentables como los de Las Atalayas no acontezcan. De ahí que llame todavía más la atención la ilegalidad continuada en la que han vivido las discotecas de Las Atalayas: ¿cómo es posible que a empresarios serios y decentes se los machaque con inspecciones y visitas policiales periódicas y a individuos con una trayectoria tan controvertida como el dueño del Teatre se les regale una actitud tan permisiva? ¿A qué se debe este doble rasero?
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Cuando la Fiscalía ha abierto diligencias por trece homicidios imprudentes es que el accidente tiene visos de convertirse en delito. Pasados unos días, los familiares de las víctimas ya no quieren condolencias, sino hechos. Y que el farragoso proceso legal no dilate 'sine die' en el tiempo este proceso, hasta el punto de que nos vayamos olvidando paulatinamente de lo sucedido. O la burocracia ha fallado –lo cual generaría un estado de desconfianza colosal en la ciudadanía y obligaría a una revisión en profundidad de todos los protocolos– o ha prevaricado –un escenario que agravaría más si cabe la fractura entre la población y las instituciones–. En cualquiera de los dos casos –porque es obvio que se trata de una de las dos opciones–, lo sucedido marca un hito gravísimo que exige una depuración de responsabilidades máxima. Caiga quien caiga.
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