Son diversas las formas en las que una persona vive las procesiones de Semana Santa: desde la devoción religiosa; desde la tradición cultural; y desde ... su utilización como escaparate político. Evidentemente, las dos primeras incumben a un amplio porcentaje de la población, mientras que la última tiene que ver con un nicho muy específico: el de la clase política. Año tras año, asistimos al nada edificante espectáculo de cómo las presidencias de cada una de las cofradías se convierten en un espacio de rivalidad entre los diferentes partidos políticos que pugnan por lograr la máxima visibilidad posible de cara a la ciudadanía.

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El pragmatismo político considera que cualquier fotografía otorga votos, y, en tal sentido, resulta cuanto menos patético observar cómo los estrategas del protocolo y los profesionales del codazo se afanan por sacar partido a la presencia en cada uno de los actos. Si esta pugna agonística por el centímetro de imagen se ha convertido en usual, imaginemos lo que sucede a poco más de un mes de unas elecciones autonómicas y municipales. Este año, las presidencias de los diferentes cortejos procesionales se han convertido en objetivo prioritario de los candidatos políticos, que han instrumentalizado estos espacios de representación para lanzar sus campañas electorales. De hecho, ha habido municipios en los que, en función de que un candidato se prodigara más o menos en su participación en las procesiones, se ha procedido a cuantificar su compromiso por su localidad.

Sinceramente, siempre me ha parecido lamentable la utilización que la política ha realizado de la Semana Santa. No es un secreto que amo las procesiones, que participo desde los dos años en algunas cofradías y que intento no perderme ni una sola de ellas. Jamás me he servido de este sentimiento con ningún otro propósito, más que el de satisfacer mi inquietud y sensibilidad más íntima. Ni siquiera he visto en ello una forma de reivindicación identitaria –esa propensión tan generalizada en esta tierra a arrogarse el derecho de expedir 'carnés de murcianía', que, entre otras cosas, no sé qué diablos es–.

Durante los años que estuve en el ejercicio público, jamás acepté la invitación de ninguna cofradía a desfilar en la presidencia de sus desfiles procesionales. O para no faltar a la verdad: sí que desfilé en la presidencia de la Cofradía del Refugio, pero porque soy cofrade de ella desde los quince años e iba con la cara cubierta -con lo cual no había forma de rentabilizar políticamente este gesto-. La sola idea de convertir algo tan importante para mí como la Semana Santa en un escaparate político me provocaba salpullidos y, en definitiva, un rechazo frontal que sigo manteniendo.

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El 'ubicuidismo' es uno de los grandes males de nuestra política. Cuando se está el desempeño público, se puede caer en la tentación de creer que el ciudadano va a ser consciente y valorar cada una de las presencias y apariciones mediáticas del político. Y no es así. A la inmensa mayoría de quienes están sentados en nuestras calles presenciando un desfile procesional le importa un bledo la composición de las presidencias. Habrá algún friki de la política –normalmente asesores y jefes de prensa– que esté tomando nota de las presencias y ausencias. Pero, por lo general, esto no interesa a nadie.

De ahí que resulte indignante la politización que, sistemáticamente, pero sobre todo este año, se realiza de la Semana Santa. Y, en este proceso de politización, resultan tan culpables los propios representantes políticos como las propias cofradías, que, a veces, parecen prestarse al juego del activismo ideológico. Espectáculos como el del público aplaudiendo a un candidato a alcalde a modo de plebiscito frente a su rival en la carrera electoral solo contribuyen a hacer de la Semana Santa un espacio de intereses espurios que nada tiene que ver con su sentido original. Las cofradías, en este sentido, tienen mucha culpa de que, a la postre, se las etiquete como patrimonio exclusivo de determinadas opciones políticas. Lo que debería ser un espacio libre de politiqueo se confirma, en cambio, como un territorio minado por prejuicios alimentados por todas las partes y que, en última instancia, solo conlleva la fatal perversión de las tradiciones.

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Las cofradías no pueden jugar a ser agentes políticos y los políticos han de cesar en su empeño de instrumentalizar burdamente la Semana Santa. Que, además, los desfiles procesionales se mezclen con la presencia del ejército, la policía y los símbolos nacionales -¿por qué se interpreta el himno nacional a la salida o recogida del titular de una cofradía?- me parece una rémora franquista absolutamente insostenible en la actualidad.

Hay que vaciar las presidencias de las procesiones de esta tensión representativa que las afea y desvirtúa hasta un grado lamentable. Al igual que el resto de las tradiciones, la Semana Santa ha de comportarse como un acontecimiento neutral, en lugar de como un espacio de publicidad electoral.

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Los políticos, que se dediquen a garantizar la viabilidad y buen desenvolvimiento de estas experiencias populares, porque es ahí –en la buena gestión y eficaz promoción de nuestras tradiciones– en donde ganarán el protagonismo que verdaderamente les corresponde. Y las cofradías, que se centren en mejorar, año tras año, sus cortejos y no en captar votos para una u otra opción política. Que cada uno vote lo que le dé la gana, pero que dejen la Semana Santa libre de intereses políticos.

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