El pasado fin de semana viajé a Cataluña para impartir una conferencia, presentar mi último libro y asistir a un festival de performances. Tras aterrizar ... en El Prat, cogí un taxi a Plaça Catalunya, donde había quedado con mi anfitrión –un importante agente cultural que, además, ha participado en la política catalana durante los últimos años–. Camino de Sabadell –donde impartía la conferencia esa misma tarde–, conversamos sobre diferentes asuntos. Y, claro está, en plena vorágine por la toma de posesión de Sánchez y la controvertida ley de amnistía pactada con los independentistas, resultaba inevitable hablar sobre ello. Mi amigo –que, en sus propias palabras, se posicionaba ideológicamente a la izquierda de Podemos– comenzó a argumentar la perspectiva radicalmente diferente que se tiene desde Cataluña sobre la amnistía. En su opinión, todo lo que se dice en el resto de España sobre esta cuestión nace de un desconocimiento absoluto de la realidad catalana. El unilateralismo –sostiene él– goza en Cataluña de un escaso predicamento, y la ley de amnistía responde a la necesidad de sus promotores de encontrar una pista de aterrizaje para salvar los muebles y quedar bien ante los suyos. Los unilateralistas se han encontrado, durante los últimos años, atrapados en un callejón sin salida. Son conscientes de que seguir adelante con este proyecto es imposible, pero tampoco pueden reconocer abiertamente su error para no caer en el ridículo y en el descrédito por parte de los suyos. No había otra opción que la que Sánchez ha tomado a fin de reinsertar a sus representantes en la vía del diálogo político.
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La conversación siguió avanzando, y mi interlocutor me planteó una hipótesis: en el caso de que se celebrase un referéndum por la independencia, él votaría a favor de ella para, a continuación, pedir la anexión a España –que él rebautizaba en los términos de una suerte de confederación ibérica–. Le pregunté, a renglón seguido, que por qué exigiría una reincorporación a España después de haber votado por la independencia. A lo que contestó: «En realidad, somos lo mismo. Tenemos una historia en común». Y, tirando de este hilo, elogió la increíble capacidad que los españoles teníamos de entendernos y de convivir en la diversidad y en los planteamientos antagónicos. Uno de los aspectos que más me llamaron la atención fue el uso por él realizado de determinados conceptos como, por ejemplo, 'país'. Nada más encontrarme con él, y sintiéndose él en una situación de alerta y de cuidado máximo de las palabras, el término 'país' lo utilizaba para referirse a Cataluña; conforme transcurría el tiempo y bajaba la guardia, las referencias a España como «este país» crecían y se hacían más frecuentes.
Un punto de disenso en nuestra conversación fue el referido al nacionalismo. Le expuse cómo me resultaba difícil entender por qué la izquierda catalana había abrazado las tesis nacionalistas cuando esta actitud era abiertamente de derechas y reaccionaria. Me explicó que estaba en un error y que, históricamente, el nacionalismo también ha sido impulsado desde posiciones progresistas. Reforzó su opinión con la tesis de que, en definitiva, el nacionalismo buscaba la defensa de una identidad cultural. A lo que yo inmediatamente le repliqué: «Bueno, tú estás haciendo una interpretación benevolente del nacionalismo. Es cierto que, en términos positivos, el proyecto nacionalista conlleva el cuidado de un determinado legado cultural. El problema es cómo realiza este cuidado: desde la negación de lo otro». Llegados a este punto, una llamada interrumpió nuestra conversación y no pude saber su pensamiento sobre esta dimensión negativa del nacionalismo.
Mientras se celebraban manifestaciones por toda España contra la ley de amnistía, pude comprobar cómo, en Barcelona, la ciudadanía estaba a otro rollo. Nadie hablaba de política. Y, cuando salía algún tema de conversación que ligeramente pudiera tocar algunas de las cuestiones espinosas de la actualidad, la reacción inmediata de mis interlocutores era decir: «Sin entrar en cuestiones políticas, de las cuales paso...». Percibí un hartazgo de la sociedad catalana acerca de la excesiva y asfixiante politización de la vida cotidiana. Pero sobre todo advertí un profundo sentimiento de rabia y de frustración por la percepción que de ellos se tiene en el resto de España. Me comentaba una técnica en cultura: «Ganamos los mismos sueldos escasos que en el resto de España, y, sin embargo, tenemos que pagar alquileres imposibles, que nos impiden llegar a fin de mes. Sin embargo, la opinión del resto de España sobre nosotros es que nos llevamos el dinero del Estado y vivimos en la abundancia». No pude reprimirme y le contesté: «En realidad, todas las regiones sufrimos estereotipos. Vosotros, por ejemplo, pensáis de la Región de Murcia que somos una suerte de nuevo Lepe». No pudo hacerme la contra.
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La realidad es más compleja de lo que la polarización extrema en la que vive España nos quiere hacer ver. La situación actual requiere de un debate desacomplejado y desprovisto de lugares comunes para analizar cada una de las capas que se superponen. El problema es que la mediocridad de nuestros representantes políticos impide abordar el tema de la plurinacionalidad de España en toda su complejidad y riqueza intelectual.
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