Los problemas en cualquier democracia comienzan cuando existen fuerzas políticas que, en lugar de analizar la realidad y extraer de tal reflexión un programa de ... intenciones, se la inventan. Inventar la realidad no es soñar con un horizonte mejor al que dirigirse, sino partir de supuestos ficticios y, por lo tanto, delirantes que viven suspendidos en un abismo de paranoias. Y lo preocupante de estos procesos es que, cuando uno se desengancha tanto de la realidad, ya no existen referentes éticos ni límites racionales que validen tus argumentos. Cualquier barbaridad que se proponga campeará sola y sin fondo de contraste alguno. La autarquía intelectual creará una isla de demagogia y populismo en la que los delirios adquirirán el estatuto de verdades absolutas y el soliloquio de mentiras servirá de catecismo para los radicales.
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José María Aznar acusó hace unas semanas a Pedro Sánchez de estar llevando a cabo un proceso constituyente. Parece mentira que alguien que ha gobernado España durante ocho años y que tuvo que pactar con los nacionalistas para sacar adelante su primera legislatura diga tamaña majadería. En realidad, quien quiere llevar a cabo un proceso constituyente es la ultraderecha de Vox. La realidad le molesta de tal manera que ha creado un mundo paralelo en el que solo existe su voz. Por más que Yolanda Díaz exhiba datos contundentes en cada sesión de control al Gobierno, la mayéutica no es una cualidad que distinga a los representantes de Vox. Nadie les va a hacer descubrir por sí mismos ninguna verdad porque, entre otras cosas, no reconocen la existencia de nadie que disienta de su opinión. La esencia de la democracia es la posibilidad del disenso –esto es: la contraposición agonística de programas e ideologías–. PSOE y PP llevan disintiendo –a veces ferozmente– durante todo el periodo democrático. El disenso es la dialéctica que alimenta el relato democrático y asegura su vigencia. Sin embargo, la relación de Vox con el resto de fuerzas del tablero político –fundamentalmente las de izquierda– no es de disenso, sino simplemente de no reconocimiento de su legitimidad. Vox no busca tanto el conflicto con el otro cuanto su anulación. El relato que permitió su existencia –el de la Constitución de 1978– no le vale, de ahí que aspire a generar otro origen para la sociedad española, que no nazca tanto del 'disenso consensuado' como de la autarquía delirante. De hecho, la moción de censura que esta semana ha presentado la formación de ultraderecha contra el Gobierno de Sánchez se ajusta perfectamente a esta estrategia de constitución de un relato alternativo al democrático. Y, claro está, como cada texto o discurso salido de las entrañas de Vox, sus argumentos son carne de deconstrucción.
Como es evidente, la extrema derecha nunca va a reconocer abiertamente su objetivo último de demolición de la democracia. En el texto que justifica la moción de censura, Vox realiza un descarado ejercicio de metonimia por el cual los males de la democracia son achacados directamente al Gobierno. De este modo, se acusa al actual Ejecutivo de «ilegal e ilegítimo», apoyado en «los peores enemigos de España», a los cuales se caracteriza como «comunistas, golpistas y filoterroristas». En otras partes del documento, se arremete contra el Gobierno por querer implantar un nuevo régimen de la misma cuña que el soviético. La estrategia de transferencia que subyace en esta cascada de paranoias es muy evidente: si un Gobierno que ha sido elegido democráticamente es «ilegal e ilegítimo» es que el sistema que lo sustenta es también «ilegal e ilegítimo». Si, en idénticos términos, la democracia permite la existencia de un gobierno de comunistas y soviéticos, la democracia constituye un sistema enfermo que urge corregir. Recordemos, en este sentido, que, durante un periodo, Feijóo cayó en la tentación de la deslegitimación metonímica de la democracia, acusando al Gobierno de Sánchez de ilegítimo. Como fue consciente del dislate que estaba cometiendo, matizó su argumento para sostener que no era ilegítima su elección, sino sus alianzas. En verdad, el orden de los factores no alteraba el producto: si un gobierno busca alianzas en partidos democráticos y, por ende, legales, tampoco hay aquí un factor de deslegitimación.
Pero volvamos al 'argumentario' –por llamarlo de algún modo y siendo en extremo generoso– empleado por Vox para justificar su moción de censura. En los días previos a formalizarla, la ultraderecha afeó al PP que no secundara su iniciativa desde el supuesto de que no se podía apartar la mirada de una situación «de anomalía democrática» como la que vivimos. Resulta gracioso que un partido que quiere eliminar gran parte de la carta de derechos de la sociedad española y dinamitar la diversidad se atreva a hablar de «anomalía democrática». Pero es que, además, y traduciendo esta expresión a la fórmula metonímica que vertebra el texto entero de la moción de censura, se podría afirmar que lo que, en rigor, se quería decir con esto es que «la democracia es una anomalía». Cuesta digerir que un opositor al régimen franquista como Ramón Tamames se descuelgue ahora como candidato de un partido como Vox, cuyo sentimiento de nostalgia hacia el franquismo no es precisamente sutil. Uno puede moverse en el espectro político como crea procedente, pero siempre hay unos límites que no se pueden traspasar; y estos son los del respeto de la democracia. Y Vox no es un partido que justamente defienda los valores democráticos.
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