Soy republicano. Siempre lo he sido. Y no por una cuestión ideológica, sino por inevitabilidad intelectual. En 2023, la monarquía constituye un anacronismo insostenible que ... solo habría de habitar los libros de historia. El humano es un ser ritualista por naturaleza, y resulta comprensible que la pompa y el boato activen un sustrato sentimental al que le es difícil renunciar. Pero formas de ritual hay muchas y menos comprometedoras que la monarquía para la definición de nuestro sistema político. Sin embargo, el juramento de la Constitución, por parte de Leonor, el pasado martes ha puesto de manifiesto que, ahora mismo, España parece alejarse del republicanismo. El 'leonorismo' vivido esta semana es una prueba fehaciente de que la Corona, para los españoles, es como el valor oro para la economía: cuando los principales referentes políticos fallan o pierden credibilidad, el sentimiento del ciudadano se refugia en las estructuras tradicionales que sobreviven fuera de la fluctuación partidista. La monarquía parece haberse sobrepuesto al descrédito traído por Juan Carlos I. Leonor es para las generaciones adultas la nieta o la hija que todos quisieran tener, y para las más jóvenes una 'influencer' con la que identificarse. Su papel –consistente en hablar poco y posar mucho– resulta mucho más atractivo para los españoles que el de cualquier líder político, desgastado en la refriega diaria y en la mediocridad del debate político patrio.
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He tenido la oportunidad de hablar con Felipe VI en unas cuantas ocasiones. Y he de reconocer que me ha caído bien: es una persona con un elevado grado de conciencia de lo que es, de dónde está y del contexto de crisis institucional en el que vivimos. A través de sus palabras se evidencia que su actitud está lejos del ingenuismo que llevaría a pensar en la institución que representa en tanto que una realidad determinada históricamente y legitimada por la gracia divina. Su fortaleza es comprender que la monarquía solo puede vivir en precario, a contracorriente de los tiempos y por mor de un tradicionalismo que se tambalea con la mínima ráfaga de aire adverso. Es indudable que su rol lo cumple bien. Pero no basta con ello. La valía de una persona no puede justificar la continuidad de un sistema hereditario que va contra cualquier lógica y atisbo de sentido común. Que un sistema democrático institucionalice los privilegios de sangre constituye un atentado contra su misma esencia. A la Corona solo le queda el aura y la iconicidad de sus representantes para sobrevivir. Y tales elementos no deberían ser suficientes para aguantar un espíritu republicano bien encauzado.
La cuestión es: ¿verdaderamente, en España, el republicanismo ha mostrado la requerida inteligencia política y emocional como para imponerse al retrógrado sentimentalismo monárquico? La respuesta es tan clara como contundente: no. El gran problema del republicanismo español es que, durante la democracia, se ha articulado como un movimiento nostálgico. En rigor, no se reclama la instauración de una república moderna que concite el apoyo de todas las sensibilidades, sino la recuperación de la Segunda República. Es cierto que el golpe de Estado perpetrado por parte del ejército y que desembocó en la dictadura franquista abrió una herida imposible de restañar. El proyecto republicano fue interrumpido ilegal y sangrientamente, y eso es algo que, casi un siglo después, no se puede subsanar. Convertir la reivindicación de la Segunda República en la punta de lanza del nuevo republicanismo ha sido un mal negocio en el que, por desgracia, se sigue insistiendo de manera contumaz. Además, el problema que conlleva este ejercicio de nostalgia es que ha envuelto a la alternativa republicana en atmósfera de radicalidad que espanta a gran parte de la población. Si queremos que España se encamine a una república moderna y adaptada a los nuevos tiempos, debemos minimizar esa imagen contracultural, incendiaria e irrespetuosa que identifica a los principales portavoces del republicanismo.
El hecho, por ejemplo, de que varios ministros del Gobierno y representantes de distintos partidos políticos no acudieran al juramento de la Constitución por parte de Leonor no parece la mejor manera de ganar seguidores para la causa republicana. Una cosa es cuestionar a la monarquía –cosa que yo siempre haré con contundencia y desde la legitimidad intelectual– y otra muy distinta mostrar actitudes groseras hacia las instituciones. Aquí no se trata de asaltar el Palacio de La Zarzuela y pasar por la guillotina a Felipe VI y a Leonor. Si lo que pretendemos es que España sea una república, hay que tomar conciencia de que la transición de un sistema a otro ha de estar regida por la serenidad y el consenso mayoritario. El republicanismo ha de ser recibido por la mayoría social como algo ilusionante y conducente a un modelo más perfeccionado y oxigenado de convivencia. Sin embargo, en el actual estado de las cosas, la aspiración republicana es entendida por una parte no pequeña de la población como una amenaza a la concordia entre los españoles. Los que nos sentimos republicanos lo hacemos porque consideramos que la república constituye una evolución con respecto a lo que tenemos. De ahí que sea urgente vaciar al espíritu republicano de agresividad y odio y construir un discurso ilusionante y capaz de concitar el máximo de adhesiones posibles.
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