Urgente Una tromba de agua anega calles en Murcia y descarga casi 10 litros por metro cuadrado en 20 minutos

La vertiginosa actualidad y la velocidad con la que se queman las noticias impiden que se aborden con la calma requerida determinados asuntos que, por ... su calado, expresan tendencias sociales epocales, de largo recorrido. La opinión sobre lo efímero se impone al análisis de lo estructural, de manera que lo verdaderamente importante permanece como un objeto de estudio marginal y poco atendido por la horda de articulistas y tertulianos que diariamente dirigen la atención del ciudadano. Hace un par de semanas, el CIS publicó su última encuesta sobre las percepciones acerca de la igualdad entre hombres y mujeres, y los resultados que esta arrojaba no podían ser más sorprendentes y preocupantes. Concretamente, una de las conclusiones que más llamaban la atención de este barómetro es que el 44% de los hombres está «muy o bastante de acuerdo» con la afirmación de que «se ha llegado tan lejos en la promoción de la igualdad de las mujeres que ahora se está discriminando a los hombres». Pero tanto o más impactante que este elevado porcentaje entre los varones, es que el 32,5% de las mujeres piensan lo mismo. Dicho de otra manera: la cuestión subyacente en este estudio ya no radica en un sesgo relacionado con el sexo, sino en un concepto transversal a hombres y mujeres: el de la masculinidad. Y a la luz del estudio del CIS, este valor de la masculinidad se siente amenazado por las políticas de igualdad que, hace dos décadas, parecían la consecuencia de la evolución natural de la sociedad.

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El hecho de que casi la mitad de la población masculina y un tercio de la femenina piense que, en la actualidad, se está discriminando a los hombres quiere decir que toda la fundamentación democrática de nuestro sistema de convivencia se encuentra en clara y alarmante crisis. El mensaje que transmite esta amplia masa de población es que la justicia y la igualdad pueden llegar a convertirse en factores excesivos y, por lo tanto, limitadores de la libertad de una parte de los individuos. La lucha por la igualdad entre hombres y mujeres es percibida por una gran parte de la sociedad como una imposición ideológica que nada tiene que ver con el desenvolvimiento 'natural' de las relaciones entre ambos sexos. Son muchos –demasiados– los ciudadanos que contemplan las políticas de igualdad como el resultado de la acción de un chiringuito ministerial en manos de unas cuantas radicales que odian a los hombres. De hecho, a día de hoy, podemos afirmar –sin riesgo alguno de caer en la hipérbole o en el paroxismo– que, para un porcentaje creciente de individuos, lo verdaderamente contracultural es un reforzamiento del ideario machista, y no una potenciación del feminismo. La igualdad entre hombres y mujeres se ha convertido en uno de los castigos que ha de sufrir nuestra sociedad por estar gobernada por un gobierno socialcomunista. Y lo peor de todo es que estas ideas no han germinado en una población madura y a la que se le pudiera achacar el 'mal del desencanto', sino entre los más jóvenes, en aquella franja de edad que abarca desde la adolescencia a los 25 años. En un tanto por ciento creciente, nuestra juventud es retrógrada –así de cierto y de triste, así de peligroso–.

Es indudable que la raíz de esta percepción es la interpretación de los privilegios históricos del patriarcado como algo natural y, en consecuencia, justo. La desigualdad salarial, la paridad en los puestos de representación, el hecho de que los hombres no puedan piropear a su libre albedrío a las mujeres cuando se las cruzan por la calle son aspectos que la 'masculinidad victimista' considera como una erosión de su libertad. Por decirlo de una manera que todos puedan comprender, es como si un individuo blanco expresara su malestar por no poder esclavizar a un negro. Hemos llegado a un punto en el que poner límites legales a un abuso es interpretado por un determinado colectivo como una agresión a su libertad.

El gran problema del patriarcado es que todo aquello que suponga pensar en sus actos y, por lo tanto, suspender los automatismos que lo ha articulado históricamente, constituye una alteración de lo natural. Es evidente que, después de milenios de tratar a las mujeres como objetos sexuales y seres inferiores, se ha 'biologizado' una forma de comportamiento cuya eliminación exige una toma de conciencia. Pues bien, para el machismo revitalizado todo lo que suponga reflexionar sobre dichos privilegios con el fin de borrarlos supone una criminalización del hecho de ser hombre. No es casual, en este sentido, que una tal expansión de la 'masculinidad victimista' coincida con el crecimiento incesante de la ultraderecha a escala global. No en vano, y según una reciente encuesta, la extrema derecha sería ya la tercera fuerza en intención de voto de cara a las próximas elecciones europeas. Es más, la distopía de una Alemania gobernada por los neonazis ya no es una materia ficcional, sino una posibilidad demasiado real. Frente a los que dicen que Vox y sus homólogos mundiales son modas pasajeras y en proceso de extinción, encuestas como las del CIS indican lo contrario: el patriarcado orgulloso –fundamento de la ultraderecha– crece. Y, con él, la esperanza de vida de los ultras.

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