Estaba claro –y ya se avisó desde diferentes frentes– que Junts no era un socio fiable y que iba a convertir la legislatura en un ... suplicio chino. Hace tiempo que los de Puigdemont dejaron de ser un partido político al uso para convertirse en una plataforma de extorsión. Y, ojo, no afirmamos esto porque se trate de una formación independentista –Esquerra también lo es y se comporta como un partido de gobierno que cuida por los intereses generales–. El problema de Junts es que, desde la declaración unilateral de independencia, se comporta como un partido parademocrático, que solo se mueve por un ansia revanchista y un profundo sentimiento de odio y de rencor hacia todo lo diferente verdaderamente preocupante. Cuando, esta semana, la formación nacionalista exigió al Gobierno central la sanción a todas aquellas empresas que no quisieran regresar a Cataluña a cambio de apoyar los decretos por él presentados, evidenció estar fuera de la realidad y del sistema. Junts es, a día de hoy, un partido que quiere construir la realidad arbitrariamente, sin respeto del marco legal, modelándola con todo el furor de su odio. Sus exigencias no caben muchas veces dentro de la Constitución ni del juego democrático. Y lo peor de todo es que lo saben y les importa un bledo. Ellos no quieren ganar la partida a partir de las reglas de juego comunes; antes bien, lo que pretenden es crear sus propias reglas e imponerlas al conjunto de la sociedad. Se trata de un partido asistémico y, por lo tanto, con un tufo totalitario que apesta.
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Cuando Junts justifica todos sus movimientos desde el argumento de la defensa de los intereses de Cataluña, lo que hace es utilizar el mantra de los intereses generales como una excusa para impulsar su estrategia revanchista. Como ya dijimos hace semanas en esta misma sección, Junts hace tiempo que dejó de pensar en clave de responsabilidad social para convertirse en un proyecto chantajista. Que determinados decretos que buscan el bien de la mayoría no salgan es algo que no les preocupa. El bienestar de los ciudadanos no es el objetivo que persiguen sus 'políticas'. Tampoco resulta ya creíble la hipótesis de que la ley de amnistía supone la pista de aterrizaje requerida por los 'unilateralistas' para reinsertarse en la vía democrática. Toda vez que esta se ha aprobado y que, más temprano que tarde, decenas de políticos y activistas catalanes serán exonerados de sus cargas legales, las exigencias de Junts no solo no se han reconducido hacia los márgenes de la Constitución, sino que, por el contrario, se han tornado más delirantes y contrarias al espíritu de la democracia.
Que la negociación entre el PSOE y Junts esta semana se haya cerrado con las transferencias a la Generalitat de las políticas migratorias es un asunto más que preocupante. Hasta la propia Esquerra –partido que gobierna actualmente en Cataluña– ha lanzado un aviso a los de Puigdemont, advirtiendo de que hay que huir de las posiciones supremacistas y xenófobas. Y es que ahí está la más peligrosa de las derivadas de la pulsión asistémica de Junts: su desbarre supremacista y xenófobo. Las declaraciones realizadas, durante los últimos meses, por algunos de sus líderes ponen de manifiesto que la Cataluña que quiere este partido es un país uniformizado y violentamente excluyente. No nos engañemos: Junts es, en esencia, lo mismo que Vox. Hemos huido de la ultraderecha española para caer en manos de la ultraderecha catalana. La tragedia que vive la política española, en la actualidad, es que se encuentra atrapada en una distópica pinza: la del supremacismo español, por un lado, y la del supremacismo catalán, por otro. Si gobierna el PP, la extrema derecha franquista entra en La Moncloa; ahora que gobierna el PSOE y Sumar, la extrema derecha catalana está ya en La Moncloa.
¿Cuál es la solución? ¿Existe una alternativa a esta tormenta perfecta en la que nos encontramos? Lo cierto es que, si la hay, no soy capaz de identificarla. En buena lógica, la única forma de solucionar este entuerto aritmético en el que nos encontramos sería una nueva convocatoria de elecciones. Pero ya es demasiado tarde para Sánchez. Tres meses de pactos con Junts han sido suficientes para que el bloque formado por el PP y Vox sume mayoría absoluta. Si vamos de nuevo a un proceso electoral, el franquismo entraría en los ministerios y la catástrofe solo cambiaría de color. Pensar en un pacto de Estado entre los dos grandes partidos es una entelequia que la mediocridad de la política española no consentiría. Sinceramente, soy pesimista.
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Se han cometido tantos errores que, a estas alturas de la historia, una solución que no plantee daños graves en el edificio constitucional se torna impensable. La base de lo que nos sucede es que, poco a poco, la dinámica en la que ha caído la política española ha expulsado a los mejores y –lo que es tanto más dramático– ha ahuyentado definitivamente a estos de cualquier apetencia por saltar a la esfera pública. Los mediocres e indigentes intelectuales se han apoderado del reino de la política, y la sociedad se ha contagiado de ello. Que un partido asistémico y supremacista como Junts sea quien determine el rumbo de España, y que la alternativa a este grupo de extorsión sea la ultraderecha franquista, es una clara confirmación de que tenemos lo que nos merecemos. Y que los errores de tantos años y la perseveración en la mediocridad es lo que nos ha traído aquí.
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