La inteligencia disminuye (y se nota)
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Las intervenciones de muchos de nuestros representantes políticos producen sonrojo tanto por lo que dicen como por la manera en que lo dicenMapas sin mundo ·
Las intervenciones de muchos de nuestros representantes políticos producen sonrojo tanto por lo que dicen como por la manera en que lo dicenDurante los últimos años son diversos los estudios que se han publicado en los que se alerta acerca de la disminución del coeficiente intelectual (CI). ... Si, durante el siglo XX, la inteligencia llegó a alcanzar 30 puntos –lo que se conoce como el 'efecto Flynn'–, parece que, en las últimas décadas, este fenómeno se ha invertido y el coeficiente intelectual de la humanidad ha entrado en recesión –como la economía–. Según se desprende de estos estudios científicos, tal mengua debería ser achacada a factores medioambientales y de hábitos de vida, y no tendría, por tanto, una raíz genética. Sea como fuere, que la inteligencia disminuye es algo que a día de hoy parece incontrovertible, y ya no solo por las evidencias aportadas por los científicos, sino, también y sobre todo, por la contrastada experiencia cotidiana.
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A cualquiera que preste un mínimo de atención al debate político le asaltará de inmediato la expansiva indigencia intelectual que padecemos. Hay excepciones, por supuesto –porque siempre han existido mentes brillantes en medio de la mediocridad y los ejércitos de la oscuridad–, pero, como se suele decir, estas no hacen sino confirmar la regla. Las intervenciones de muchos de nuestros representantes políticos producen sonrojo tanto por lo que dicen como por la manera en que lo dicen. Se toman decisiones que van contra toda lógica –he ahí el proyecto de intervención de la Junta de Andalucía para Doñana– y, lejos de rectificar, los gestores públicos se enrocan en argumentaciones absurdas que desafían cualquier supervivencia de sentido común. De repente, la democracia –cuya implantación global fue la principal aspiración del pasado siglo– ha pasado a convertirse en un sistema que molesta y que, paulatinamente, se pretende erosionar. Que la libertad produzca alergia es algo que solo se puede explicar desde la extenuación de los procesos reflexivos. Es evidente que la mediocridad produce insatisfacción con la propia vida, y que, cuando las experiencias personales no resultan suficientes, la tentación más recurrente es entrometerse en la de los demás, volcar odio, juzgar, impedir que los demás vivan sus ideas, su amor, su cuerpo como les dé la gana. La pulsión de poder aumenta conforme la inteligencia disminuye. Y del desequilibrio manifiesto entre la primera y la segunda surgen los autoritarismos. La demostración de nostalgia que el otro día realizaron los partidarios de José Antonio Primo de Rivera, tras la exhumación de sus restos del Valle de los Caídos, constituye una evidencia de hasta qué punto la democracia estorba a los 'intelectualmente encogidos'. Naturalmente, quienes levantan el brazo para actualizar el saludo fascista son los ejecutores de discursos lanzados desde el ámbito político. Y aquí –como no podía ser de otro modo– no hay fiesta de exaltación del franquismo y aledaños a la que Vox no se sume con entusiasmo.
Podríase objetar a esta teoría de la disminución de la inteligencia que, en lo concerniente al espacio de la política, esta época ha tenido muy mala suerte y ha reunido a lo peor de cada casa. Pero el problema es que estos síntomas de inanición intelectual no se circunscriben a una clase política que se retroalimenta de su estulticia como si de una ínsula se tratara. No: el problema es mayor y afecta al conjunto de la sociedad. Porque las acciones de nuestros representantes públicos no obtienen como respuesta un estado de indignación por parte de la ciudadanía, sino, antes bien, el aplauso y la aprobación. Solo una sociedad cuyo coeficiente intelectual está en una curva descendente puede haber bajado su nivel de exigencia a niveles tan vergonzantes como para permitir determinadas situaciones. Recordemos de nuevo, y como ejemplo paradigmático de esta 'transigencia de la mediocridad', la pandemia de transfuguismo que ha sufrido la Región de Murcia durante la última legislatura. En cualquier sociedad mínimamente viva y reflexiva, tal espectáculo y apoteosis de la medianía y de la corrupción de la democracia habría tenido como respuesta la generalizada condena y penalización social. Lejos de ello, los tránsfugas se han convertido para muchos ciudadanos en héroes y guerreros que batallan contra las hordas socialcomunistas. Eso no es siquiera aferramiento ciego a una ideología, sino una ausencia clamorosa de reflexión y, por ende, de inteligencia. Quien apoya el transfuguismo es cómplice de asesinato –el del intelecto–. Y, por desgracia, en esta región hay muchos que tienen manchadas las manos de sangre.
El mal de la inteligencia decreciente es transversal a todo el tejido social. La superficialidad de los discursos que se esgrimen –ya sea en congresos, asambleas y ayuntamientos o en las barras de bar– resulta tan violenta que estalla en la sensibilidad como una bomba atómica. La mediocridad es una pandemia mucho más mortífera que cualquier otra que hayamos vivido: es negacionista, totalitaria, violenta, antidemocrática, egoísta, mezquina, cruel. Las consecuencias que trae solo son negativas y poseen efectos globales. No es solo una cuestión de falta de cultura, sino de cómo nuestras vidas se ven fatalmente afectadas por sus decisiones.
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