Comienzo el nuevo curso con una confesión –con seguridad, compartida por la mayoría de los lectores–: estoy harto de la política –que no de lo político–. Para ser más preciso, estoy harto de la clase política de esta época –sin duda alguna, la más mediocre ... e intelectualmente zafia de toda la democracia–. Ahora mismo me siento huérfano en el espectro político español y regional. Lo único que tengo claro es la convicción de combatir a la ultraderecha en todas sus manifestaciones y complicidades. Se trata del mayor peligro que acecha ahora mismo al mundo occidental y, más concretamente, al proyecto europeo. Como tantas veces he afirmado, jamás confiaré mi voto a ninguna formación política que, por acción u omisión, se muestre connivente con la extrema derecha. Y, en el caso de España y de la Región de Murcia, eso descarta a un PP, que, pese a escenificaciones calculadas, no deja de apoyarse en Vox y se muestra, cada vez más, poroso a sus planteamientos xenófobos y racistas.

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Pero no solo el PP es culpable de consentir y propiciar el auge de la ultraderecha. Sorprende, por ejemplo, la tibieza con que formaciones como Podemos o Sumar 'gestionan' el afán expansionista de un tirano como Putin. Parece difícil de encajar que el antifeminismo y la LGTBIfobia de este personaje autoritario puedan encontrar un contexto de disculpas entre la izquierda española, pero, en este mundo tan desnortado y demencial en el que vivimos, esta circunstancia se produce. Que el dictador le haya declarado la guerra a Occidente no debe de aportar el más mínimo asidero a la izquierda anticapitalista, ya que, puestos a sopesar la cantidad de mal capaz de inocular uno u otro modelo, siempre será preferible una democracia liberal a un estado militarizado, supremacista y heteropatriarcal a más no poder.

Sigamos. No es la primera vez –ni será la última– que señalo a Puigdemont como una de las figuras más perniciosas que han aterrizado en el espacio político durante el último medio siglo. Supremacista y solipsista, representa una de esas manifestaciones de la extrema derecha que, en otras circunstancias, la izquierda atacaría con todo su arsenal de argumentos. La performance que el líder de Junts se marcó este pasado agosto constituye una de las páginas más esperpénticas de la historia contemporánea de España. La 'comprensión' policial y del Gobierno central con su visita relámpago a Barcelona mostró la peor cara de la política –aquella por la que se otorga impunidad a aquellas personas que pueden garantizar un 'status quo' de poder–. Una de las cosas que menos soporto es que se nos tome a los ciudadanos como gilipollas. Y en esta falta de explicaciones por parte del Ministerio de Interior y de excusas delirantes esgrimidas por los Mossos existe un ninguneo de la ciudadanía que causa indignación.

Una de las expresiones más crudas del totalitarismo en la época actual es la que ofrece Nicolás Maduro. Venezuela es una dictadura con todas sus palabras, un estado destruido por el populismo más vergonzoso y devastador. Me cuesta entender qué hace un político como Zapatero, empleándose como embajador de un tirano como Maduro y dando cobertura a un régimen asesino y represor que la misma izquierda latinoamericana ha denunciado. Pero eso no es lo peor: la inexplicable alianza de Zapatero con Maduro ha conducido a Pedro Sánchez y a su gabinete a una actitud de 'timidez' y falta de determinación a la hora de denunciar el fraude electoral cometido por el chavismo. Sinceramente, de la misma manera que jamás daré mi voto a ningún partido que no contribuya a crear un cordón sanitario contra la ultraderecha, no volveré a confiar en políticos que no denuncien explícitamente a un antidemócrata como Maduro. ¿De verdad que Zapatero y, por extensión, Pedro Sánchez apoyan a un majadero que ha adelantado el comienzo de la Navidad al 1 de octubre para extender la felicidad y la paz entre la población? Mientras el Gobierno de España no se muestre meridianamente claro con respecto al dictador Maduro, me sentiré traicionado por él y no creeré en su firmeza en la defensa de los valores democráticos.

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Cuando digo que me encuentro harto de la política es porque, mires donde mires, no encuentras una alternativa fiable a la indigencia intelectual que se ha apoderado de la vida pública en nuestros días. Miles de personas mueren al cabo del año atravesando el Mediterráneo y el Atlántico, y PSOE y PP no son capaces de firmar un pacto por la inmigración. La derecha española está perdida, absorbida por su fobia hacia una persona –Pedro Sánchez–. No tiene ningún sentido de Estado y, por lo tanto, es inútil pedirle algo de empatía y de humanidad. La opinión de los 'halcones' se ha apoderado de ella y, en un contexto de crecimiento incesante de la extrema derecha, las posiciones duras y de cierre de fronteras tienen mejor venta que las que implican solidaridad. Feijóo es puro cálculo demoscópico; no tiene personalidad alguna y báscula de un lado a otro como una pluma movida por los peores intereses. El panorama es devastador. Y el presente curso político se presenta como un 'más de lo mismo' protagonizado por 'los de siempre', y envuelto en una mediocridad asfixiante. Se nos va a hacer muy largo.

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