Sostienen numerosos analistas políticos que Vox está en proceso de desaparición, y que, dentro de no mucho, vivirá un canto del cisne semejante al de ... Ciudadanos. Los resultados del 23-J se revelan, en este sentido, como indicadores de una mengua inexorable. Cuando escucho y leo tales pronósticos, siempre pienso: «Ojalá que fuera así». Pero, sinceramente, no lo creo. Si nos fijamos en lo que ha sucedido con la ultraderecha en contextos como el francés o el italiano, comprobaremos cómo el comportamiento de Le Pen y Meloni, durante los últimos años, ha sido zigzagueante. Tras algunos resultados electorales que los situaban en una situación de pronunciada crisis, estas formaciones de extrema derecha han experimentado repuntes significativos hasta el punto de que, como sucede actualmente en Italia, los ultras gobiernen. El batacazo de Vox en las últimas generales ha sido importante, pero su suelo es firme y elevado. El partido de Abascal se nutre, además, de coyunturas muy específicas: en el momento en el que la actividad independista crece, la ultraderecha lo traduce directa e instantáneamente en un aumento de sus expectativas electorales. Y, todo sea dicho, el sismógrafo de Vox presenta, durante las últimas semanas, una intensa actividad que debería preocuparnos a todos los demócratas.

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El motivo no es otro que la ley de amnistía que prepara el Gobierno para conseguir el voto a favor de Junts en la investidura de Pedro Sánchez. Esta solución es inexorablemente buena y mala al mismo tiempo. No hay manera de reducir esta dualidad que la convierte en un arma de doble filo. De un lado, conseguir el apoyo de Junts es la condición 'sine qua non' para asegurar un Gobierno progresista que evite la distopía de ver a Abascal en La Moncloa; de otro, conceder la amnistía a los líderes del 'procés' es la gasolina que necesita Vox para alimentar su llama. Este es el territorio en el que la ultraderecha crece y se siente a gusto: el de los discursos apocalípticos; aquellos que alertan sobre la ruptura de España y la quiebra del Estado de derecho. Aznar –protoinspirador de Vox– ya ha llamado a la movilización, y no tardarán los balcones en llenarse de nuevo de banderas de España y los coches con megáfonos en recorrer las distintas ciudades de nuestro país reproduciendo el himno nacional. Abascal y los suyos saben que el nacionalismo con nacionalismo se combate. Ese es su juego, y, ahora mismo, el tablero y las fichas están donde ellos quieren.

El Gobierno se ha metido en un buen lío con la promesa de una inminente ley de amnistía para el núcleo duro del independentismo catalán. Confieso que no tengo un posicionamiento claro en torno a ella. Por una parte, se ha demostrado que todas las medidas implementadas por Sánchez para desinflar la burbuja del 'procés' han sido efectivas y que, a día de hoy, el apoyo al independentismo se encuentra bajo mínimos. El problema del 'procés' no es tanto el delirante activismo de sus líderes cuanto el sentimiento de agravio que una parte importante de la población catalana puede sentir. Y a nadie se le escapa que este sentimiento se ha rebajado y reconducido. Bien por Sánchez. El solo reconocimiento de esta evidencia bastaría para mantener la confianza en él y contemplar la ley de amnistía como un buen vehículo para seguir avanzando en el aminoramiento de la tensión con Cataluña. Ahora bien, el gran inconveniente que presenta la ley de amnistía es que está concebida 'ad hoc' para Carles Puigdemont. Y por aquí hay una parte muy significativa de la sociedad que no está dispuesta a tragar.

Puigdemont hace tiempo que dejó de ser el representante de cualquier causa que no sea él mismo. En rigor –y sin ánimo de exagerar un ápice–, se trata de uno de los productos de la política europea más nefastos del siglo XXI. Solo por su comportamiento y sus declaraciones inflamados, ha dejado patente que se trata de un totalitario, un supremacista y un nihilista. Puigdemont ha acusado a España de ser un régimen antidemocrático solamente porque, en su inmoralidad y relativismo radical, las instituciones del Estado no se han amoldado a sus caprichos de iluminado caudillo. No es una persona de fiar. Y, sinceramente, creo que ya no es recuperable para un proceso de diálogo contenido entre los límites de la Constitución.

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Tarde o temprano se la jugará al Gobierno. Él vive del quebrantamiento de la ley y no se puede permitir reconducirse en forma de un hombre de Estado. Como un negociador sensato, su hiperbólica figura perdería el sentido del estruendo que la ha mantenido en el foco durante estos últimos años. La ley de amnistía como tal no me parecería mal si no implicara a un personaje tan indefendible y repudiable como Puigdemont. Su perfil paranoico constituye, sin duda alguna, el principal aliado de la ultraderecha deseosa de generar un tsumani de nacionalismo español. Si, por un lado, evitamos el gobierno inminente de Vox pero, por otro lado, favorecemos su crecimiento a medio plazo, mal negocio estaremos haciendo. No se cambiaría el lugar a Sánchez ni por todo el oro del mundo. Se encuentra en medio de la tormenta de perfecta. Y, si no quiere remar durante toda la legislatura a contracorriente, ha de esmerarse en explicar muy bien y de manera machacona cualquier decisión que tome. No queda otra.

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