La estrategia del caracol' (1993), de Sergio Cabrera, narra las vicisitudes de los vecinos de uno de los barrios más pobres de Bogotá, que luchan ... para evitar el derribo del edificio en el que viven, el cual es propiedad de un millonario sin escrúpulos. Aunque la batalla contra el especulador está perdida de antemano, deciden poner en práctica la original estrategia ideada por uno de los inquilinos, don Jacinto, un viejo anarquista español. Dicha estrategia consiste en la implementación de maniobras distractivas en el laberinto enemigo para ganar tiempo, mientras se avanza en la construcción del territorio propio, según planos y principios también propios. El grupo comprende de inmediato que hacer todo esto llevará tiempo y que, por tanto, hay un ritmo que no se puede alterar. Del enemigo solo tomará lo que le sirva para mantenerlo lejos. Por eso evita el enfrentamiento directo, mientras teje, urde y junta lo diverso.
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Esta introducción acerca del significado último e implicaciones de 'La estrategia del caracol' resulta pertinente, en el actual contexto, para arrojar luz sobre algunas de las decisiones que marcaron la investidura fallida de Alberto Núñez Feijóo, en particular, la tomada por Pedro Sánchez de no replicar al líder del PP y que fuera el exalcalde de Valladolid, Óscar Puente, el encargado de hacerlo. Sánchez es un estratega como todos, que sabe aprovecharse de las acciones del adversario en beneficio propio. Al eludir la confrontación directa con Feijóo aplicó varios de los principios básicos de 'La estrategia del caracol': mantener al enemigo lejos, establecer un ritmo lento en la dación de explicaciones sobre la amnistía y crear un elemento de distracción mientras, en paralelo, teje una compleja red de pactos con la diversidad parlamentaria. El presidente en funciones era absolutamente consciente de que el único propósito de Feijóo al presentarse a la sesión de investidura era forzar el cuerpo a cuerpo con él y obligarlo a hablar de aquello a lo que él no quiere referirse todavía: la polémica ley de amnistía.
Para que esta confrontación con Sánchez fuera efectiva, Feijóo necesitaba tensar al máximo el espacio dialéctico a fin de dibujar un escenario maniqueo. Con tal objetivo, los días previos a la investidura resultaban determinantes: había que fortalecer un discurso moral por el cual el político gallego apareciera, ante los españoles, como el ángel, y Sánchez como el diablo. Mientras Feijóo sacrificaba el poder por España, Sánchez vendía España a los independentistas con tal de asegurarse una legislatura más en La Moncloa. Feijóo se convertía así en el 'no-presidente digno', y Sánchez en el 'sí-presidente indigno'. El bien y el mal, el blanco y el negro, sin matices. Feijóo solo necesitaba que Sánchez entrara al juego y se batiera en duelo para activar toda la semántica de esta trampa maniquea. Pero he aquí que el secretario general del PSOE decidió resguardarse en su caparazón y mandar al locuaz Óscar Puente al campo de batalla. Con solo este ejercicio de repliegue, Sánchez desactivó el maniqueísmo de la situación y condenó a Feijóo a un monólogo no exento de melancolía que no encontraba retroalimentación ninguna.
Sin un par dialéctico en el que propagar la demostración de fuerza del mitin del 24-S en Madrid, Feijóo quedó ante el abismo de sus contradicciones. Ya que no tenía contra quién lanzar los balones, estos le caían todos a él. Como una tormenta de septiembre. Su discurso de partida ya se ahogaba en sus propias contradicciones: renuncia al Gobierno porque no está dispuesto a pagar a los independentistas el precio al que sí llegará Sánchez. Patético. Es imposible que Junts o el PNV –partidos de derechas– pacten jamás con el PP mientras este lleve en su sidecar a Vox. Pero más evidente parece que Vox se negaría a apoyar una investidura del PP respaldada por los partidos independentistas. Lo paradójico de todo es que, después de haberlo intentado con los nacionalistas y de fracasar por su alianza con la ultraderecha, Feijóo, en lugar de abrir un periodo de reflexión, incide en el error. En su discurso, el pasado martes en el Congreso, anunció a bombo y platillo que si la Cámara lo convertía en presidente recuperaría el delito de sedición e implementaría otro nuevo: el de deslealtad constitucional. El objetivo de estas medidas estaba claro: contentar a Abascal y compensarle por su apoyo a una investidura sin futuro. La pregunta es: ¿piensa Feijóo que, a través de esta especie de discurso va a conseguir alguna vez atraerse el favor de las sensibilidades periféricas? Su intento, a este respecto, por dejar constancia de que PP y Vox constituyen realidades diferentes resultó tan liviano y de compromiso que invitaba a pensar justamente lo contrario. Y en algo estoy de acuerdo con Abascal entre todas las soflamas que soltó: Vox no va a desaparecer –por más que, desde el PP, confíen en reeditar la 'opa ciudadana'–. La orfandad en la que quedó Feijóo tras la retirada de Sánchez dejó al desnudo su discurso. Sin el mal, no existe el bien. Es fácil llegar a esta conclusión, ya que todo el pensamiento occidental se basa en binarios. Y, esta semana, a Feijóo no le ha quedado otra que hacerse un solitario.
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