El pasado lunes, la Región de Murcia amanecía bajo los efectos de la resaca de una jornada electoral que arrojaba un diagnóstico paladino y con ... poco margen para las interpretaciones: una clara victoria del PP, el ascenso notable de Vox y el fracaso sin paliativos de la izquierda -con el PSRM a la cabeza-. Pocas líneas de análisis proporcionaban estos resultados, a no ser la de elucubrar hasta qué punto ejercerá la ultraderecha su capacidad de presión sobre López Miras para forzar un Gobierno de coalición. Igualmente, cabría reflexionar sobre la dimensión y honestidad de la autocrítica que ha de llevar a cabo el PSRM para dejar de ser, de una vez por todas, un cupo -discreto- de escaños que casi funciona como atrezo de las victorias del PP. Pero, después de la intervención de Pepe Vélez la misma noche del domingo, este intento de debate perdía sentido ya que, en rigor, la referida autocrítica no existía como factor real de transformación del 'statu quo'. La catarsis en la izquierda regional nunca se producirá mientras la ambición personal de sus dirigentes cuente más que la voluntad de construir una auténtica y sólida alternativa a la derecha. No se puede volcar toda la culpa de los reiterados fracasos electorales en la mentalidad conservadora del murciano medio -que existe y resulta imposible negarla- si, previamente, no se arman alternativas ilusionantes y ganadoras. Las siglas, por sí solas, no procuran alternativas reales; son las ideas las que lo hacen. Y si, por una suerte de 'fatum' sociológico, se asume que en la Región de Murcia siempre ganarán el PP y Vox, al menos distínguete por un discurso que incontrovertiblemente contraste con las políticas de estas dos formaciones. Si pierdes con argumentos que se parecen demasiado a los del adversario y que no se atreven a cuestionar las estructuras de poder sempiternas que inmovilizan la realidad de la Región de Murcia, entonces nunca sabrás si es que la gente ha votado durante tres décadas lo mismo por fetichismo ideológico o porque, en verdad, prefiere la opción original al triste remedo.

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Sea como fuere, el segundo café de la mañana del lunes casi no entra por la garganta tras el anuncio de Pedro Sánchez del adelanto electoral. Nadie lo esperaba. Y eso es algo que distingue al líder socialista de muchos de sus barones autonómicos: hace cosas imprevisibles y con capacidad para descolocar al adversario. En unas horas en las que la izquierda ni siquiera había tenido tiempo para tomar conciencia de la dimensión de su derrota, Sánchez convirtió las cenizas todavía humeantes en pólvora. El panorama había cambiado drásticamente. Un ganador nato como él no estaba dispuesto a estar cavando su tumba durante seis meses hasta la llegada de las elecciones generales. En el caso del Gobierno de España, cada día que pasara bajo la inercia del 28-M se traduciría en una hemorragia de votos incontenible. O cortas o te pudres. Y eso es lo que hizo Sánchez: cortar -o mejor dicho: acortar-.

La estrategia es lúcida, tan arriesgada que parece impropia de la átona política española. Se trata de una acción tan románticamente desesperada que, en sí misma, constituye la mejor campaña electoral posible. El problema -porque, evidentemente, todo lo imprevisible entraña problemas- es que el tránsito de un proceso electoral a otro sin solución de continuidad ha impedido la renovación de los cuadros regionales. Es cierto que, con el golpe asestado, ha suspendido abruptamente el proceso de cuestionamiento de líderes autonómicos como Pepe Vélez; pero también es verdad que los mismos generales que fueron derrotados claramente en la batalla del 28-M son los mismos con los que va a tener que combatir el 23-J. Son muchos los afiliados al PSRM que no han dado su voto durante las pasadas elecciones a Vélez por disconformidad con su candidatura. Y todo ello pese a que tales comicios se han gestionado en clave nacional y como un plebiscito de cara a las generales. La interrogante que planea ahora en el debate político regional es si la figura de Sánchez será capaz de hacer olvidar la de Vélez a la hora de que el votante de centro-izquierda decida su voto.

Pero no acaban aquí las dudas: Sánchez planteó la campaña electoral de cara al 28-M desde una actitud propositiva: cada día, un anuncio, una nueva acción de gobierno. Por el contrario, PP y Vox mordieron la presa de ETA y la compra de votos y no la soltaron hasta la jornada de reflexión. Habida cuenta de los resultados, ha quedado claro qué tipo de discurso priorizaron los españoles. El BOE otorga menos votos que el barro. De ahí que el pasado miércoles Sánchez diera otro golpe de timón a su barco y transformara su discurso propositivo por otro más combativo: identificar al PP y Vox como la misma caspa retrógrada que viene a dinamitar los avances sociales conseguidos durante este año. Todo parece indicar que el miedo a la ultraderecha se va a convertir en la columna vertebral de la campaña del PSOE para el 23-J. No es de extrañar: el miedo es más efectivo que la esperanza -desgraciadamente-. Los ciudadanos prefieren bunkerizar su voto a abrirlo. En la mayor parte de los casos, se vota para defenderse, no para abrir vías de futuro. La guerra del miedo no ha hecho nada más que empezar.

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