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Nunca tuvo la verdad gracia del todo, al menos la verdad a secas, como la quieren los justos, las religiones y las ideologías, tal vez ... porque la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad encierra mucho de mentira y no podemos creérnosla del todo, ni siquiera para amar o para que nos amen la necesitamos. La verdad para qué, si el propio amor es un dulce engaño que nos sume en la mejor de las sensaciones como lo hace una droga, que también es al cabo un engaño de la realidad, y tomarse una copa y conversar de noche a la luz de la luna frente al mar con la muchacha que nos gusta y disfrutar del aire acondicionado en verano o de la calefacción en invierno, porque el ser humano se las ha ingeniado toda la vida para crearse las mejores condiciones posibles, para vivir echándose embustes sobre un buen puñado de cosas, incluso sobre el amor que es una entelequia maravillosa que tan felices nos hace y sobre la vida en general, que nunca imaginamos que se acaba.
Por eso afirmo que necesitamos que nos mientan, porque la verdad es una vulgaridad y ni siquiera es cierta siempre. Lucho contra los puristas de la certeza, contra los radicales de la razón, pues se empeñan en ir contra el mundo y en contradecirnos a todos, los que no nos importa que nos mientan, que nos digan en mitad del amor que somos únicos, que somos guapos y que nos quieren mucho, que nos lo digan bien porque también hay que saber mentir, faltaría más, no vale de cualquier forma. Una buena película o una novela son también patrañas más o menos bellas pero siempre consoladoras, porque con ellas el tiempo se nos hace más liviano, como cuando pasaba algunas tardes viendo una película durante el año de la mili y al final me parecía que le había hurtado un poco de tiempo a aquella lentísima condena.
Queremos que nos mientan un poco y que nos mientan bien, que no nos digan que vamos a morirnos o que algún día despertaremos de este sueño de amor en el que andamos ya tanto tiempo sumergidos, que el cielo y el mar son azules y que nuestros padres hicieron por nosotros lo que pudieron, como haremos nosotros con nuestros hijos, que no cesarán los amaneceres porque la vida y el universo no cesarán nunca, y para los que creen, que habrá un después y un cielo esperándolos y que pueden estar seguros de esto, porque también Dios es una enredo amable y acaso necesario como cuando tu hijo te aseguraba que estaba aprobando todas las asignaturas con sobresalientes o como cuando tu madre te decía de pequeño después de una aparatosa caída, con heridas y sangre, que aquello no era nada y tu padre añadía que te levantaras del suelo porque eras un machote y no le tenías miedo a nada. Y todo te lo creías porque te lo decían con amor y reconocías la dulce mentira que te iba a reconfortar y que te impulsaba a levantarte en efecto y a seguir como si no hubiera pasado nada.
Hoy parece que se impone la ideología de la verdad sin miramientos, aunque sea un enfermo terminal que ande buscando un poco de consuelo o un adolescente errático que ha enloquecido de amor e ignora si le corresponden; y es en ese trance donde alguien, un samaritano, debe ocultarle la verdad o acomodar la vida a su conveniencia como en una película de Rod Hudson y Doris Day, cuyos argumentos nos hacían soñar, pero eran mentira, porque ni al apuesto y atractivo actor americano le gustaban las mujeres ni ella era tan guapa como nos parecía a todos nosotros, adolescentes sensibleros que babeábamos delante de una romántica historia de amor.
Quizás porque el cine también es una maravillosa mentira y la mejor literatura y también los sueños que han creado las ideas y los dioses y nos han proporcionado esperanza, porque por mucho que nos aseguren, el mundo no se acabará nunca.
Ni mucho menos.
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