Siempre tuvo buena prensa el silencio, tal vez la mejor, quizás porque el silencio es enigmático, discreto, sensato y casi siempre ignoramos del todo su ... significado, porque nos decimos qué querrá decir el que calla. Lo mismo es que no tiene nada que añadir o desconoce el tema del que se está tratando o bien lo desprecia, en cambio el sentido que le damos siempre suele ser el inverso, porque el que no dice nada es porque guarda un secreto prodigioso, un as en la manga –nos decimos– y cuando abra la boca, lo vamos a entender y va a arrasar con sus palabras, pero luego nada, ni por esas.

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Yo soy muy hablador de natural, aunque en ocasiones haya parecido lo contrario, de hecho me he dedicado durante cuatro décadas a hablar en las clases y, cuando el primer día de universidad empezaba el curso, la primera lección que les daba a los futuros profesores es que antes de nada todos éramos comunicadores, lo de menos es el contenido que comunicábamos. Y de igual forma, cuando fui tribunal de oposiciones siempre destaqué en los que iban aprobando las diferentes pruebas sus aptitudes comunicativas y este rasgo les hizo ganar muchas veces.

Porque hablar no solo es saber más, tener más curiosidad, ser más atrevido y sociable, sino también y fundamentalmente amar más al otro, darle todo lo que tienes, tus palabras, tu voz y tus ideas, compartir con ella tus inquietudes y tus sueños, mientras la monotonía del viaje nos va adormeciendo lentamente y ni siquiera la música nos acompaña, hablar nos libra de un despiste mortal, de una cabezada trágica y nos salva la vida sin querer.

Hemos pasado media vida dándole conversación a nuestra compañera para que a cambio nos contara sus cosas y poco a poco nos hiciéramos imprescindibles, como sucede con el amor cuando es verdadero y nos gana y se apodera de nosotros y ya no somos capaces de vivir solos porque alguien nos va a acompañar para siempre. Como ocurre con la amistad, cuando es verdadera y se busca a diario y no paran de hablar los amigos, porque lo que se dicen los arraiga más a ellos y los une, como si el único abono para ciertas emociones fueran las palabras, hablar como un acto de grandeza y de generosidad, hablar como la siembra tras el invierno, en la estación de las lluvias, como cuando entramos en un ascensor o en la consulta del médico y decimos buenos días y nos sobreviene el silencio para que volvamos a decir cualquier cosa. Porque es nuestro turno, así que miramos al techo, nos metemos las manos en los bolsillos y decimos una simpleza sobre el tiempo o sobre las últimas noticias de la guerra de Ucrania, porque el mundo lo hemos venido conquistando hablando, palabra a palabra desde que éramos críos y después, de adolescentes, cuando nos acercábamos a nuestra primera novia e intentábamos convencerla para que nos dejara acompañarla en el paseo. Al fin y al cabo el mundo está construido con palabras y solo quien las maneja bien tiene opción a dominarlo del todo, al menos desde que vivimos en una democracia- Por eso digo que hablar es amar, quizás porque no he hecho otra cosa en mi vida y porque todos mis logros iban por ahí, solo la palabra los satisfacía, solo la palabra tenía el poder de obrar los milagros: el amor, la cultura, el arte, la familia y la amistad, y nosotros protegidos contra la soledad y el silencio que nos aleja del mundo y de los otros.

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Somos palabras y habitamos un planeta locuaz, entendemos la vida y nos hacemos entender con ese viejo instrumento con el que llamamos a nuestros padres, pedimos la comida y el agua, aprendimos en la escuela, amamos en la calle y nos defendimos.

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