Arnaldos
Mi abuelo decía que hay hombres que no deberían morirse nunca, y yo añado que algunos como don Manuel deberían quedarse un rato más con nosotros
Cuando yo iba a la universidad a los mejores profesores, a los más destacados y cercanos, solíamos nombrarlos a veces solo por el apellido como ... en el caso del entrañable don Manuel Martínez Arnaldos, que acaba de morir en estos días y que fue profesor mío, mentor y casi amigo en la medida en que lo puede ser un profesor de su alumno preferido. Desde hace un tiempo lo vengo tratando más y había perdido la sensación de la edad que podía contar. Ahora se ha muerto a los ochenta y dos años, que es una buena edad para irse si es que hay alguna buena, pero en aquellos días todos éramos jóvenes y el final se hallaba muy lejos, y lo llamábamos Arnaldos.
Supongo que a mí, que solo fui un simple asociado durante una década, me recordarán como Pascual. En cualquier caso, podríamos afirmar que el profesional que se identifique por el apellido es que posee un lugar destacado en la memoria de sus coetáneos y don Manuel Martínez Arnaldos lo tenía y aún lo tiene. Mi abuelo decía que hay hombres que no deberían morirse nunca, hombres que son necesarios, y yo añado que algunos hombres como don Manuel, aunque no me permitía llamarlo así, porque a él siempre le sobraba el don, deberían quedarse un rato más con nosotros, porque cuando se van nos damos cuenta de que nos hacían mucha falta, de que bajo su sombra era todo más fácil y podrían ocurrirnos buenas cosas. Porque sin que nosotros lo supiéramos estaban al tanto de lo que hacíamos, nos protegían de alguna manera y, por tanto, ya no podremos servirnos de ellos y no podrán hacernos los muchos favores que nos hicieron en su tiempo.
Me doy cuenta de que he perdido a un padre literario y me duele que se vaya sin estrecharle la mano
Recuerdo que en tercero de carrera nos impartió la asignatura de Semántica y, cuando nos dio las notas de uno de los exámenes, al nombrarme me dijo que no había entendido bien mi letra y no podía darme la nota porque no estaba corregido del todo y, aunque yo me ofrecí para leerle el examen en el departamento, él se negó y me aseguró que haría un esfuerzo aquella noche y que al día siguiente me la traería y, en efecto, al otro día me dio un sobresaliente rotundo que me llegó al alma porque no me lo esperaba en absoluto dadas las deficiencias de mi caligrafía y mi desaliño natural. Aunque lo más sorprendente vino después, pasados algunos años, cuando me enteré de que aquel soberbio catedrático de literatura y crítica literaria, entusiasta de las letras, lector empedernido y magníficamente bien formado, era un admirador secreto de mis libros y de mi escritura. Así lo dejó consignado en alguna ocasión en alguna de sus reseñas en la prensa. Luego, pasado el tiempo, me he ido enterando por diversas fuentes y me ha ido llenando de una emoción satisfactoria, porque don Manuel era una persona exigente con los que manejaban la palabra literaria y no le tenían suficiente respeto; de esos escasos profesores de literatura a los que les parecía muy relevante la calidad literaria y el hecho de que algunos de sus alumnos escribieran y no lo hicieran demasiado mal, como me ha ido pasando a mí a lo largo de estos años de profesor, poque atender la excelencia literaria no suele ser algo común en las aulas universitarias.
En cambio, un profesor de lengua y literatura que se precie debe ser un rastreador de fino olfato para distinguir la clase o el genio en alguno de sus alumnos, como, por cierto, no le sucedió a Pedro Salinas con el magnífico Luis Cernuda y de lo que más tarde se arrepintió tanto. Sé que yo no soy Cernuda y Arnaldos no era Salinas, pero ahora me doy cuenta de que he perdido a un padre literario y un apoyo firme y me duele que se vaya definitivamente sin estrecharle la mano, y sin poder decirle una vez más, gracias, maestro.
Descanse en paz.
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