Se ha dicho tanto y de manera tan inflamada, que el marco de discusión se ha convertido en un campo sembrado de minas en el ... que, pises donde pises, es seguro que te estallará una. Volver, una semana después, a las declaraciones de Arnaldo Otegi es hacerlo a una oportunidad perdida; y ya no tanto por lo que estas implicasen, sino por la constatación, una vez más, de que el veneno del maniqueísmo partidista ha desbaratado cualquier posibilidad de que, en España, se produzca un debate sereno y productivo sobre cualquier cosa. No se trata ya de alcanzar consensos –la 'utopía alemana'– sino de, al menos, civilizar los disensos. Y, para que esto suceda, es necesario que las voces que se levantan planteen argumentos –por muy alejados que se hallen entre sí– y no apriorismos estériles que conducen a un insaciable onanismo.

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Recordemos las dos afirmaciones más destacadas de la comparecencia de Otegi: en una de ellas, verbalizó un «pesar y dolor por el sufrimiento padecido» por las víctimas de ETA; en otra, admitió que todo ello «nunca debió haberse producido». Para evitar dejarse arrastrar por el raudal de opiniones desmesuradas y –en muchos casos– vacías de cualquier consistencia intelectual que ha inundado el debate público en España durante estos últimos días, conviene plantear el análisis de estas palabras a partir de cinco interrogantes: 1) ¿quién habla?; 2) ¿qué ha dicho?; 3) ¿qué ha dejado de decir?; 4) ¿qué sucedió?; y 5) ¿qué sucederá? En lo que respecta al primero de los puntos –¿quién habla?–, el personaje en cuestión, Arnaldo Otegi, constituye una de las figuras más controvertidas de la política española contemporánea. Entre los dos extremos desde los que se ha querido dibujar su perfil –«como un etarra» o como un «hombre de paz»–, no existen matices que permitan ajustar el retrato de una personalidad, cuyo principal hándicap es su falta de credibilidad emocional. Otegi no es una persona empática, y eso hace que declaraciones del calado de las realizadas el pasado lunes parezcan más la consecuencia de la estrategia y de la oportunidad política que de un auténtico arrepentimiento. Sea como fuere, hay un hecho incontrovertible: las palabras solo crean realidad cuando se dicen. Y Otegi, con mayor o menor sentimiento, las dijo. En política, la única ética que vale es la de los hechos. Las palabras construyen mundo; los silencios, desprecio.

¿Qué dijo Otegi? Admitir que el dolor de las víctimas –y, por inclusión, los crímenes de los victimarios– es algo que «nunca debió haberse producido» constituye un hito reseñable dentro de la izquierda abertzale. Es cierto que resulta insuficiente como acto de reparación para tantas personas cuyas vidas quedaron destrozadas para siempre. Pero lo positivo de las palabras de Otegui no puede quedar deslegitimado por el hecho de que estas no sean todo lo reparadoras y contundentes que debieran haber sido. Lo 'no plenamente bueno' no convierte a algo en 'completamente malo'. Es cierto que queda camino por recorrer. De ahí la pertinencia de la tercera interrogante arriba planteada: ¿qué ha dejado de decir Otegi? Evidentemente, pedir perdón. Cuando el victimario pide perdón a la víctima y reconoce sus crímenes, el perdón es reconciliador. La cuestión que se plantea es si aquellos que han criticado ahora las palabras de Otegi por cínicas e insuficientes, recurrirían a los mismos argumentos para invalidar una supuesta petición de perdón. O dicho de otra manera: ¿estamos dispuestos a aceptar el perdón como un valor moral absoluto –tal y como defiende la doctrina profesada por muchos de los más furibundos denostadores de Otegi– o, por el contrario, para muchos constituye un valor relativo que, dependiendo de quien lo solicite, resultará válido o no? Recuérdese que, como señaló Ernest Renán, la existencia de las naciones depende del perdón.

Los vascos y los españoles nos merecemos un futuro en convivencia y sin más muertos ni rencores

¿Qué sucedió? Lo que sucedió no lo puede cambiar ningún acto de contrición presente o futuro. Nadie va a resucitar a los muertos ni paliar sus ausencias. Cada víctima es un absoluto que requiere de todo nuestro reconocimiento. Ni por un instante puedo imaginarme el desgarro infinito que debe suponer que maten a tu padre o madre, a uno de tus hijos o a tu pareja. A las víctimas se las podrá respetar y ayudar, pero jamás comprender en toda la dimensión de su dolor. Individualmente, cada una de ellas es libre de enfrentarse a sus victimarios con un sentimiento u otro -unas han perdonado y otras odian. Están en su derecho de hacerlo como así lo deseen. Pero, como sociedad –y aquí la conveniencia de la última interrogante: ¿qué sucederá?–, los vascos y los españoles nos merecemos un futuro en convivencia y sin más muertos ni rencores. Quien aspira a la concordia y el perdón no está traicionando a las víctimas ni blanqueando a los asesinos de ETA. Es más, el mejor tributo que se puede rendir a todos aquellos que fallecieron por las balas y la pólvora del fanatismo es que tan demenciales sucesos nunca se vuelvan a repetir. La política debe cuidar de hacer justicia a los que no están y fueron víctimas de la sinrazón, pero igualmente ha de preocuparse de procurar el mejor marco de convivencia para los que están y los que vendrán. Por este motivo, valoremos en su justa medida las palabras de Otegi y trabajemos para que, después de estas, vengan otras que estén más a la altura del dolor causado.

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