Íbamos a cenar en Nochebuena y mi madre dijo «espera, hay que rezar un Padrenuestro». Un Padrenuestro que me pareció muy raro. Duraba dos tercios menos en extensión que el que a mí me enseñaron de niño. «Es que este es el Padrenuestro desde hace ... muchos años», dijo. ¡Y yo que pensaba que el cambio se había limitado a cambiar «perdónanos nuestras deudas» y poner «nuestras ofensas»). Uno está ya tan fuera del tiempo que hasta da lugar a que le cambien las oraciones a Dios, que nacieron para ser eternas. Ni la eternidad es ya lo que era. De pronto compruebo que me he quedado hasta sin vocabulario que dirigirle a Dios, así que, supongo, tendré que comunicarme por gestos. La bendición de la mesa duró menos de lo que tarda en persignarse un cura loco.

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Ya ni la melancolía que tradicionalmente causa la Navidad cuando uno se hace adulto me da ninguna melancolía, solo indiferencia. Compruebo que he pasado a la edad que el cantante Dean Martin, al que según sus amigos le importaba todo, y ellos también, tres leches («give up a shit», en el original) tuvo toda su vida: la de que no estás para nada porque realmente sólo parece que te encuentras. El mundo ya no es el tuyo, si es que fue alguna vez, y lo contemplas todo desde un planeta muy lejano. Ya no me molestan los villancicos que hasta hace bien poco me ponían de mal talante, cuando entraba a un centro comercial. Ya ni los oigo, aunque atruenen a mi lado. Desde un planeta muy lejano solo hay silencio alrededor. Uno hasta deja menos huella al pisar, porque de alguna forma hacerse viejo es caminar, aunque arrastres los pies, un desconcertante milímetro por encima del suelo.

La mesa de Nochebuena, que antaño era tan larga como las que salen en las celebraciones italianas, se había reducido al tamaño de una bandeja. «Vamos a acordarnos de los que no están aquí», dijo mi madre. «O están aquí aunque no tengan silla», respondí. Miró aprensiva a su lado. Hasta este año había Nochebuenas con discusiones o sin ellas, pero siempre se parecían a sí mismas, siempre había algo que las identificaba inequívocamente como esa fecha concreta, en la casa familiar. Es el primer año en que su singular olor me pareció que había desaparecido, y ahora mismo no tengo Covid. Y su singular resplandor. Y ese sabor de las mismas cosas cocinadas, que en esta última ocasión tenía algo de prestado, de espectral. Y ese no sé qué del 24 de diciembre que se había repetido siempre. Tal vez cuando te vas acercando al final todo aquello que podrías echar de menos, tus anclajes sutiles a lo que conociste, te es también retirado, por una mano misteriosa, para que sufras menos. Dios se apiada y aparece por caminos secretos, cuando nadie lo canta.

El dolor por los idos, tan vivo siempre en Nochebuena, lo sentí esta vez como si ocurriera a algunos años luz de distancia. Esta Navidad se ha interpuesto el Universo frío de los espacios infinitos de Pascal entre mi presencia física y mi alma.

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