Perdónenme la licencia de añadir una década a la famosa frase del tango de Carlos Gardel, y sobre todo por mirarme al ombligo, al recordarles ... los 30 años de andadura del Laboratorio de Óptica de la Universidad de Murcia. La próxima semana celebraremos el cumpleaños y he pensado compartir con ustedes algunas miradas hacia atrás. Para seguir mejorando en el futuro ayuda recordar lo ya andado.

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La historia puede empezar en mi primer paseo por Murcia una mañana de Jueves Santo, que me sorprendió con su ya alta temperatura, la luz muy brillante y bares con parroquianos apostados en barras exteriores. Quería conocer la ciudad en la que quizás me instalaría. Mi venida a la Universidad de Murcia fue fruto de una carambola, como casi todo en la vida. Yo era un joven investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Madrid. Ya funcionario, estaba recién casado, con un bebé, y disponía de unos laboratorios bien equipados para desarrollar mi carrera. No había nada muy perentorio que me impulsara a cambiar esa vida que recién empezaba.

Algunos años antes, siendo becario, había dado un seminario en el Instituto Cajal, hablando de mi tesis doctoral, que había versado sobre el desarrollo de un instrumento para medir el ojo. Entre el público se encontraba Manuel Vidal Sanz, quien más tarde se trasladó a la Universidad de Murcia. Al poco de estar aquí le preguntaron por alguien que pudiera venir a poner en marcha los nuevos estudios de óptica y le vino a la cabeza aquel chaval en Madrid que hacía años hablaba de la óptica del ojo. Consiguió mi teléfono en el Instituto de Óptica (aún eran tiempos sin móviles) y me llamó para preguntarme si querría ir a Murcia, donde habría una nueva plaza de catedrático.

Mi entorno en el CSIC se sorprendió de que quisiera dejar un despacho con dos ventanas a la calle Serrano

Ya no recuerdo bien el detalle de los acontecimientos por los que finalmente me incorporé a la Universidad de Murcia como el catedrático más joven del área de Óptica en España con 33 años. Mi entorno en el CSIC se mostró sorprendido de que quisiera dejar un despacho con dos ventanas a la calle Serrano en el que casi acababa de instalarme y me pronosticó todo tipo de desgracias, resumidas en que mi carrera profesional y científica se iba a terminar prácticamente antes de empezar por tan errada decisión.

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Varias personas con responsabilidades entonces en la Universidad de Murcia pusieron su granito de arena para ir salvando los obstáculos que se encontraron en el camino. Recuerdo con afecto a José Orihuela, entonces vicerrector de profesorado y que posteriormente fue rector, y los rectores de la época, Juan Roca y Juan Monreal. Visto en la distancia, suena raro que depositaran su confianza en un joven desconocido, que podía salir rana, en contra de la habitual endogamia universitaria que prima los candidatos locales.

Una vez en Murcia, mi ventaja fue que podía crear un laboratorio a mi imagen y medida desde la nada. La pega era que ciertamente no tenía nada. Hubo varias decisiones iniciales que marcaron el devenir futuro. Decidí tener espacio suficiente para crecer y recalé en un viejo edificio en la periferia del campus, el tristemente famoso Edificio C. Y me mantuve con convicción al margen de algunas ideas que circulaban entonces que tendían a justificar la inacción, o el fracaso, con el hecho de estar en Murcia, un lugar donde supuestamente no se podían cultivar con éxito ciertas artes académicas. Ya imaginan, las típicas frases de que «no te molestes porque eso aquí no se puede hacer».

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Pero el cambio de los tiempos me ayudó. El correo electrónico e internet empezaban a despegar, sobre todo inicialmente en los ambientes científicos. El lastre del aislamiento ya no era tan severo como en las décadas anteriores. Y los astros empezaron a ser favorables. Con buenos estudiantes y colaboradores, nuestras habilidades y saberes interesaron a instituciones y empresas de todo el mundo y empezamos a tener nuevos resultados e invenciones.

No hay espacio para detallar nuestros avances para evaluar y corregir la visión. Que millones de personas en el mundo porten en sus ojos lentes que han sido pensadas en Espinardo no deja de ser un detalle bonito. Y también llegaron reconocimientos y premios. Algunos de ellos eran la primera vez que recalaban en Murcia, como el premio Jaime I o el Nacional de investigación Juan de la Cierva. Pero lo más importante es todo lo que nos queda por inventar para que las personas vean mejor. No falta faena para otros 30 años.

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