Inauguramos hoy el mes de agosto, que, en algunos países con el nuestro a la cabeza, significa calor, vacaciones y a menudo el apogeo del ... mal gusto. Los atuendos y comportamientos veraniegos suelen ser horrendos, pareciendo que todo esté permitido en estas fechas. Como ejemplo, ir en avión se ha convertido en una experiencia tremendamente desagradable. A las colas y controles se suma tener que ver y soportar a pasajeros que van vestidos como si estuvieran en la piscina y se comportan como si la cabina del avión fuera su dormitorio.

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Pero, aunque en este mes se note más, lo cierto es que la falta de saber estar ocurre durante todo el año. En un curso que impartí en una universidad hace unos meses, varios de los asistentes comían, jugaban con el móvil y es posible que de vez en cuando se les escapara alguna ventosidad, aunque esto último no lo puedo confirmar por la distancia a la que me encontraba. En una conferencia científica a la que asistí el mes pasado, un ponente, vestido como para ir a la jungla, nos peroró largos minutos sobre asuntos de política internacional que nada tenían que ver con lo que la audiencia estaba esperando oír.

Siempre he admirado a las personas que saben adaptarse y comportase correctamente en cualquier situación. Es una muestra de elegancia e inteligencia. Pero ese 'saber estar' parece tratarse de un arte en vías de extinción. Algo que era indispensable en la interacción social, ha perdido su lugar entre las habilidades exigibles. Pero ¿qué es exactamente el 'saber estar'? Y, más importante, ¿cómo hemos llegado a un punto donde encontrar a alguien que lo posea es una tarea casi titánica?

En un pasado no tan lejano, el 'saber estar' se aprendía desde pequeño. No era un privilegio de clases acomodadas

El 'saber estar' se refiere a la capacidad de comportarse adecuadamente en distintas situaciones sociales, mostrando respeto, cortesía y adaptabilidad. Esto incluye desde saber cómo vestirse para una ocasión hasta cómo responder con gracia a un cumplido o cómo desenvolverse en una conversación incómoda con elegancia. No sacar los pies del tiesto, aunque no sea por falta de ganas. Se trata del lubricante social que permite que las interacciones humanas fluyan con menos fricciones.

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En un pasado no tan lejano, el 'saber estar' se aprendía desde pequeño. No era un privilegio de las clases acomodadas, ni mucho menos. Mis referentes del 'saber estar' fueron personas humildes económicamente que siempre sabían estar en su sitio. Conocer las buenas maneras era tan importantes como aprender a leer y escribir. Los padres dedicaban tiempo y esfuerzo a enseñar a sus hijos los matices de un comportamiento adecuado. Con el tiempo, la rigidez del 'saber estar' se fue flexibilizando. Sin embargo, aún se mantenía el decoro y el respeto en las interacciones diarias. Las últimas décadas del siglo XX, con sus cambios sociales, vieron cómo el 'saber estar' se adaptaba a las nuevas realidades sin perder su esencia. Pero en nuestra era digital, el 'saber estar' ha sufrido transformaciones profundas. Las redes sociales, con su inmediatez y anonimato, han convertido la interacción social en un lugar donde la cortesía ha desaparecido.

La capacidad de expresar una opinión sin pensar en las consecuencias ha erosionado la práctica del 'saber estar'. Ahora, la discusión educada es a menudo reemplazada por la grosería y el insulto. La falta de modales en eventos formales, la incapacidad de mantener una conversación sin mirar el teléfono y la desaparición de las pequeñas cortesías cotidianas son casi la norma.

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No les oculto que el verano suele sumirme en un estado de cierta depresión. Pero no quiero contagiárselo y por ello mantengo la esperanza de que el 'saber estar' no esté muerto, sino simplemente en un estado de hibernación, esperando a ser redescubierto en un mundo que necesita un retorno a la cortesía y al respeto. Tal vez, si cada uno hacemos un pequeño esfuerzo por recuperar estas viejas y sanas costumbres, podríamos cambiar las cosas para bien.

Así que, queridos lectores, recuerden el valor del 'saber estar'. No solo como un vestigio del pasado, sino como una habilidad para la convivencia armoniosa. Y conviértanse en esos raros ejemplares que aún saben cómo comportarse, incluso en este ruidoso y sudoroso agosto. El desafío es grande, pero la recompensa merece la pena. Porque cuando todos sepamos estar, las fricciones disminuirán, las relaciones serán más fuertes y la convivencia más rica. Cada interacción se convertirá en una oportunidad para mostrar lo mejor de nosotros mismos y para valorar a los demás. ¿Se animan a intentarlo?

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