Nuestra visión del mundo va evolucionando continuamente con los años. Lo normal es que vayamos asumiendo los cambios que se producen y aceptemos los pensamientos ... del momento. Todos lo hacemos a lo largo de la vida y se trata de una evolución lógica, y una muestra de flexibilidad que resulta beneficiosa para la supervivencia e incluso para la salud mental. Quienes se mantienen en posiciones añosas, tienden a ser vistos como reliquias y antiguallas. El riesgo de quedar apartado si no se comulga con las tendencias es demasiado grande. Si no quieren mirar a su propia evolución, recuerden la de sus padres. Lo que pensaban, y cómo actuaban, cuando eran ustedes unos niños y lo que probablemente tuvieron que aceptarles cuando se hicieron mayores.
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Los políticos hacen lo mismo, pero en tiempos mucho más cortos. Necesitan adaptarse, lo que significa cambiar de opinión y desdecirse, para mantenerse en la cresta de la ola. Los más avispados y exitosos son los que saben leer los signos de los tiempos y cabalgar sobre ellos.
En todos los casos, a nivel individual y en los comportamientos colectivos, siempre subyace un enfrentamiento entre lo que aceptamos cambiar y los límites que imponemos a estos cambios. Alguien llamaría a esto los principios que no se pueden traspasar. Por supuesto, esa barrera de los principios se va moviendo y no es extraño verla caer como un castillo de naipes. Una anécdota que me ocurrió con mi hija de seis años hace unos días puede dar cierta medida de a qué nos enfrentamos. En una conversación intrascendente me habló de Quevedo. Mi respuesta automática, con cierto orgullo de que la niña ya conociera a nuestra luminaria del Siglo de Oro, fue decirle, ¡ah!, el escritor Francisco de Quevedo. La niña frunció el ceño y me gritó enfadada: ¡no, Quevedo no es un escritor, es un cantante! Ante mi insistencia sobre quién era el verdadero personaje relevante, la niña se puso a llorar hasta que yo tuve que claudicar y aceptar que Quevedo debía ser un joven cantante, del que, por cierto, yo nunca había oído hablar.
Adaptarse a los cambios no debería significar llegar a comulgar con ruedas de molino, ni aceptar que siempre las novedades sean beneficiosas. En todas las profesiones se han ido incorporando cambios, tanto buenos como claramente malos. En la mía, la investigación científica, se ha vivido una auténtica revolución en los últimos 40 años. Ha afectado principalmente a la forma de comunicar los resultados de las investigaciones. La parte positiva ha sido la facilidad de acceso a las revistas científicas. Antes, solo disponibles en las bibliotecas especializadas, y ahora al alcance de cualquiera, en muchos casos en lo que se denomina acceso abierto, es decir gratuitas. Esto en sí mismo es una gran ventaja, no solo para los profesionales, sino para todo el público que tiene a su disposición ingente información.
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Lo malo ha sido el progresivo e imparable cambio de paradigma que ha pasado de valorar el contenido al continente. Me explico, lo relevante es el descubrimiento en sí mismo, no la publicación en la que se describe. Y los científicos se han enfrascado en una carrera alocada por producir incontables publicaciones. Cuando todo el engranaje del sistema académico se basa en cuantificar el número de artículos sin leer ni una palabra de lo que está escrito en ellos, se favorece que se publique cualquier menudencia. En esto, la diferencia con el pasado, a peor, es abismal. Suelo recomendar a mis estudiantes que lean artículos científicos de mediados del siglo pasado. No solo siguen siendo relevantes, sino que cada uno de ellos cuenta una historia completa y con sustancia. Ahora, incluso los mejores trabajos se publican en pequeños trocitos, a los que se les llama 'artículos salami', conteniendo muy escasa información nueva.
Publicar tantos artículos sale además muy caro. El negocio de las publicaciones científicas es multimillonario, con volúmenes de negocio similar a la industria del cine. Las editoriales, algunas de ellas utilizando prácticas muy agresivas, se llevan pingües beneficios pagados en el caso de España con dinero público. Cuando lo fácil es dejarse llevar por las tendencias, mi propuesta es volver a los orígenes y solo publicar aquello que merezca la pena ser leído.
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La culpa de que haya novedades estúpidas que se impongan es de cada uno de nosotros por claudicar ante ellas. Yo, por mi parte, sigo insistiendo a mi hija que Quevedo fue uno de nuestros grandes escritores, aunque ella me siga diciendo que es un cantante.
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