Del reciente cambio de presidente en los Estados Unidos, con toda su fanfarria, lo que más me ha llamado la atención ha sido el entusiasmo ... con el que ambos, el saliente y el entrante, se han dedicado a repartir perdones. Joe Biden, en sus últimos días como presidente firmó un generoso paquete de indultos, entre los que se encontraba el de su propio hijo. Porque, ¿qué no haremos por nuestros hijos? Por su parte, Donald Trump, en sus primeras horas de regreso a la Casa Blanca, no quiso quedarse atrás, y decidió perdonar a varios de los asaltantes al Capitolio, reconociendo implícitamente su propio papel en aquel triste suceso. Dos presidentes, que representan a partidos supuestamente opuestos en casi todo, al final terminan convergiendo en repartir perdones para los suyos.
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En una democracia bien engrasada, con múltiples contrapoderes, como supuestamente es la norteamericana, no deja de sorprender este recurso casi medieval y arbitrario. Sin embargo, visto desde España, esto no debería extrañarnos. Aquí se ha perfeccionado la técnica del perdón estratégico hasta convertirla en un arte. La reciente amnistía a los líderes independentistas catalanes, dejando libres de polvo y paja a quienes fueron condenados por algunos de los delitos más graves cometidos contra la convivencia en décadas, es el ejemplo. El argumento oficial es la reconciliación, la realidad es un trueque: tú me das estabilidad parlamentaria y yo hago como que todo eso nunca pasó, aunque sepamos que volveríais a cometer los delitos.
Volviendo a los Estados Unidos, los indultos presidenciales se han convertido casi en un ritual de despedida. En sus últimas semanas de mandato, los presidentes se transforman en una especie de Santa Claus, que reparte regalos en forma de perdones. Trump otorgó más de 140 indultos al final de su mandato anterior. Entre los agraciados había políticos corruptos, raperos con problemas legales, y, por supuesto, aliados cercanos. Pero no es que Trump inventara la práctica. Barack Obama también dejó huella al conceder casi 2000 perdones y conmutaciones de penas. Lo sorprendente es que pocos parecen quejarse de este poder absolutamente arbitrario, que en cualquier otro contexto sería tachado de abuso. Quizás es que los indultos presidenciales son como los fuegos artificiales, brillan, sorprenden y pronto nadie se acuerda de ellos.
En España, el indulto es una prerrogativa del Gobierno, que puede 'corregir' las decisiones judiciales a su antojo. Algo que, ciertamente pone en cuestión la separación de poderes. Hemos tenido indultos para todos los gustos practicados por gobiernos de ambos partidos, desde banqueros condenados por sus manejos turbios hasta políticos corruptos y personajes mediáticos que, curiosamente, nunca dejan de sonreír en las fotos después de recibir el perdón. Algunos casos son tan surrealistas que parece que fueran escritos por un guionista de comedia negra. Y luego están las amnistías. Estas son el equivalente político de pulsar el botón de 'borrón y cuenta nueva'. La más conocida, y la más justificable, fue la de 1977, durante la transición democrática. Su objetivo era pasar página tras la dictadura de Franco, reparando las injusticias legales de la época. Aunque, también sirvió para que algunos responsables de crímenes quedaran libres. Los lectores mayores recordarán una consigna que se gritaba en las manifestaciones de esos años: «presos a la calle, comunes también».
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La pregunta es si los perdones, indultos y amnistías son actos de justicia o simples herramientas de conveniencia política. Para los beneficiados, es una segunda oportunidad. Un gesto magnánimo que devuelve su fe en el sistema y crea adhesiones de por vida. Pero para muchos ciudadanos estos actos son un abuso de poder que minan la credibilidad de las instituciones y siembran dudas sobre su imparcialidad. Detrás de cada indulto hay una calculadora política funcionando a toda máquina. Porque el perdón, como cualquier otra herramienta en política, no es gratuito. Puede ganar votos, consolidar alianzas o incluso reescribir narrativas históricas. Es decir, los perdones no son actos de bondad, son movimientos estratégicos cuidadosamente planeados. Un presidente o un gobierno se alzan como figura magnánima, repartiendo indulgencia desde las alturas. Mientras los políticos juegan a ser dioses del perdón, los ciudadanos deberíamos ser los jueces silenciosos que deciden si esto es una muestra de generosidad o simplemente otro truco más en el espectáculo de la política.
Por si se lo estaban preguntando, hay países, como Alemania o Suecia, donde prácticamente no hay indultos, pues la idea de que un político pueda anular decisiones judiciales choca directamente con el principio de independencia del poder judicial. A mí esto me parece de sentido común, y lo que ocurre, un abuso.
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