Hoy sería el cumpleaños de mi padre. Falleció hace 30 años con una edad cercana a la mía de ahora. A pesar del tiempo pasado, ... me suelo acordar de la fecha, que además está cercana a la celebración del día del padre. Aprovecho la coincidencia para rendir un modesto homenaje a los padres de su generación. Muchos como él, ya desaparecidos; el resto, supervivientes nonagenarios.
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En la época de mi niñez en la España de los años 60 del siglo pasado en un entorno de clase obrera, los padres eran casi seres mitológicos, quizás una mezcla entre Hércules y Sancho Panza. Con el mono de trabajo como una segunda piel, alpargatas y un cigarrillo perenne en la comisura de los labios. En esos tiempos las madres cuidaban de los chicos todo el día, soliendo recurrir al padre sólo en contadas ocasiones. Imagino que muchos de ustedes recuerdan la frase: «Se lo voy a decir a tu padre». La mayor parte de las veces no se lo decían, claro. Sólo tras aquellas travesuras que se pasaban de la raya. El efecto disuasorio de la frase surtía el efecto deseado y sólo en unas pocas ocasiones recibí algún azote paterno.
Eran tiempos donde la ahora llamada conciliación familiar no existía. La madre estaba todo el día en la casa, pero el padre trabajador tenía una jornada laboral más larga que un día sin pan. Yo no recuerdo verlo nunca por las mañanas. Salía de la casa siempre antes del amanecer casi en ayunas, tan sólo un café que le había dejado mi madre en un termo la noche anterior. No era extraño que volviera tan tarde por la noche que yo ya estuviera otra vez en la cama. El pluriempleo era una necesidad entonces para sobrevivir. Mi padre era carpintero, y tras una jornada en la fábrica que trabajaba, continuaba en un taller pequeño echando horas extras.
Mis recuerdos más vivos están ligados a las desgracias. Aquellos padres no solían prodigarse mucho en besos y abrazos a los niños. Una tarde apareció mi padre en casa a horas que no se le esperaba y tras abrazar a mi madre vino a darme un beso a mí. Algo insólito que sólo podía deberse a un acontecimiento extraordinario. En efecto, esa mañana cuando iban en una furgoneta a una obra tuvieron un accidente. Dos de los compañeros estaban gravemente heridos, uno de ellos murió a los pocos días. Mi padre, milagrosamente solo tenía rasguños variados.
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Años después, estando yo en el bachillerato, tuvo un accidente laboral y perdió dos dedos de la mano al ser succionada por una máquina tupi. Aunque la pérdida de los dos dedos no le impidió seguir trabajando y hacer una vida normal, le cambió el carácter. Los riesgos que muchos trabajadores manuales corrían eran muy altos y sin duda a nuestros ojos de hoy totalmente injustificados.
La salud y el bienestar personal eran temas que, simplemente, no estaban en la agenda de nuestros padres. Los riesgos laborales eran tan parte del día a día como el café mañanero, y la idea de cuidarse física y mentalmente les era bastante ajena. El resultado fue una generación de hombres marcados por el desgaste físico y una baja esperanza de vida. En el entorno de mi barrio, no recuerdo ningún viudo, y en muchos casos las mujeres han sobrevivido varias décadas a sus maridos.
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La situación política y económica los convirtió en duros supervivientes. Niños en la guerra civil, en muchos casos pasando penalidades, jóvenes en la oscura y pobretona posguerra, sólo sacando la cabeza ya en su edad madura al final del franquismo, a la que llegaron demasiado agotados. Me parece que les tocó vivir el peor tiempo posible. Guerra, represión, miseria y trabajo a destajo desde que empezaron como aprendices a los 14 años.
En los silencios de esos padres resonaban historias de esfuerzo y en sus miradas se leía un manual de vida. Un aplauso para esos hombres que, sin saberlo, enseñaron a una generación que la verdadera fortaleza es la capacidad de levantarse cada día y enfrentar el mundo con un mono de trabajo y una voluntad de hierro para sacar a sus familias adelante.
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Su proyección y orgullo fuimos sus hijos. Sin tener una idea clara de qué debían hacer, entendieron que nosotros teníamos que estudiar para progresar. Tristemente, los hijos somos siempre desagradecidos. Cuando murió mi padre yo ya era catedrático, y ahora pienso a menudo que debería haberle dicho más claramente que mis logros eran en realidad suyos.
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