Me hace ilusión estar con ustedes este jueves en el día extra de año bisiesto. Y me voy a explayar en un asunto ya trillado, ... pero que la realidad se empeña en superar constantemente. No voy a mencionar a nadie en particular, pero seguro que a cada uno de ustedes le vienen a la mente sus sospechosos. Y si en su interior sabe que usted mismo es uno de estos casos en los que ha sabido usar sus propios deméritos para medrar, dé gracias a su buena suerte o a sus habilidades.
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En el teatro de la vida, donde el telón nunca se cierra y el drama no cesa, existe un fenómeno tan omnipresente como desconcertante: el ascenso inexplicable de individuos cuyas habilidades son tan transparentes como el emperador de la famosa fábula, desnudo ante la mirada atónita de sus súbditos. Esos seres mediocres que, a pesar de carecer de las capacidades más básicas y de haber jugado más sucio que un teléfono público, de los de antes, claro, logran trepar por la escalera del éxito. Este escenario pone en tela de juicio el muy alabado concepto de la meritocracia, y hace pensar si en realidad las mayores probabilidades del triunfo se encuentran en la manifiesta incompetencia.
Siendo yo un joven estudiante, mi director de tesis me dijo un día ante mi asombro que cualquiera, insistió, cualquiera, podía ser catedrático. Yo, que los veía en lo alto de sus tarimas, no daba crédito. Hoy, sé bien cuán cierto es y cómo se aplica a casi todas las profesiones.
En una sociedad que solía idealizar el mérito como el sistema justo por excelencia, donde el esfuerzo, la habilidad y la dedicación debían ser los únicos billetes para el éxito, resulta irónico observar cómo algunos logran burlar este ideal con la habilidad de un mago que saca conejos de su chistera. Este fenómeno, que podría llamarse 'el arte de avanzar con el demérito', no es exclusivo de ninguna era ni sociedad, pero su prevalencia en nuestros días es muy llamativa.
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La cuestión es: ¿cómo es posible que estas personas escalen posiciones y a veces lleguen a ocupar puestos de considerable influencia? La respuesta, aunque compleja, puede encontrarse en la confluencia de varios factores: redes de contactos enmarañadas, un carisma capaz de vender hielo a esquimales, y normalmente notables dosis de audacia, esa cualidad que permite a algunos presentarse desnudos a una entrevista de trabajo y salir vestidos de ejecutivos.
El peligro de esta ascensión del demérito no es solo el menoscabo del principio de justicia, sino el mensaje subliminal que se transmite: «No importa cuán duro trabajes o cuánto sepas, siempre habrá un atajo si sabes hacer trampas». Este mensaje tiene el potencial de corroer las bases de nuestras instituciones y sociedades, transformando lo que debería ser una carrera libre de habilidades y conocimientos, en una de sacos, donde el más astuto, no el más capaz, se lleva la gloria.
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La ironía de este escenario es que, mientras que quien confía en sus méritos se desloma en la carrera de obstáculos, el experto en mediocridad navega en un crucero de lujo, sorteando dificultades con la destreza de quien cambia de canal en el sofá. Este panorama no solo es desalentador para aquellos que juegan limpio, sino que también plantea serias preguntas sobre la sostenibilidad de este modelo, en un mundo cada vez más complejo y desafiante.
¿Cuál es la solución a este enigma de la meritocracia invertida? Algunos dirían que la respuesta yace en fortalecer los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas, en endurecer las consecuencias de jugar sucio. Otros, quizás más cínicos, sugerirían que es hora de aceptar que la carrera hacia el éxito nunca ha sido justa, y que el mérito es solo uno de los muchos caballos en esta carrera. Sin embargo, una cosa es cierta: mientras más permitamos que el demérito triunfe sobre el mérito, más nos alejaremos del ideal de una sociedad justa y equitativa.
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En resumen, la prevalencia de individuos que avanzan por su demérito es un síntoma de las enfermedades que aquejan a nuestra sociedad: la erosión de la justicia, la pérdida de la fe en el trabajo duro y, lo más importante, el olvido de que el éxito debería ser la recompensa por la excelencia, no por la astucia en el arte del engaño. Mientras que estos individuos se ríen en nuestra cara, quizás, es hora de preguntarse si estamos dispuestos a seguir siendo espectadores en esta comedia o si ha llegado el momento de cambiar el guion.
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