Un buen amigo me dijo a propósito de estas columnas que me abstuviera de tratar algunos temas. Me dio varios ejemplos: no hables de sexos, ... ni de sexo, ni de políticos, ni de tontos, ni de dinero, ni de ti mismo, salvo que cuentes desgracias. Los lectores que me encuentran aquí cada quincena saben que no he seguido el consejo y he tratado, de una u otra forma, todos estos temas que amablemente se me habían prohibido.

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Pero lo cierto es que cada vez se hace más presente la frase del título. Será que vivimos en tiempos fascinantes, que es una forma elegante de decir que la cosa está complicada. Sin ir más lejos, opiniones y chascarrillos que antes se compartían con tranquilidad ahora pueden convertirse en sentencias públicas, y el viejo consejo de las madres «hijo, no te metas en líos» ha evolucionado al «mejor no digas nada, que calladito estás más guapo». Y me pregunto, ¿es el silencio la mejor estrategia o es la antesala de la desaparición del pensamiento crítico?

En mis ámbitos de trabajo, la universidad y la ciencia, este asunto es especialmente peliagudo, si es que se puede llamar así. Tradicionalmente, han sido considerados espacios donde se debatía sin demasiado miedo a las represalias. Ahora, sin embargo, diría que la mayoría de los académicos han desarrollado un instinto de supervivencia por invisibilidad digno de un camaleón. Expresar ciertas ideas puede ser más arriesgado que una expedición a pie al polo sur. Y simplemente exponer, o alardear, algunos temas es una temeridad, a pesar de que esto pueda ser muy cambiante. Vean si no el caso de las investigaciones con aplicación militar, hasta hace nada un tabú absoluto en nuestras universidades y ahora parece que algo en lo que todos deberíamos participar.

La próxima vez que alguien le diga que está más guapo calladito, tal vez sea el momento de hacer justo lo contrario

El problema que se me antoja es que cuando el miedo a exponerse se generaliza, las ideas dominantes dejan de debatirse, por lo tanto dejan de contrastarse y se fosilizan como dogmas. Así es como la ciencia y la academia, dos instituciones que deberían basarse en la duda permanente, corren el peligro de transformarse en una especie de nuevas iglesias, con sus propias doctrinas y, claro, herejes a los que perseguir y castigar.

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Ese miedo al linchamiento ha generado un nuevo tipo de profesor universitario que opina lo justo o simplemente dice lo que se espera y tira para adelante sin exponerse. ¿Para qué arriesgarse? Repitiendo lo que dice todo el mundo y haciendo lo que te mandan se duerme mejor. Esto es fantástico hasta que un día nos damos cuenta de que la universidad se ha convertido en una versión moderna de un eco, donde las únicas ideas permitidas son las que ya hemos escuchado mil veces. Pero el verdadero peligro de quedarse callado no es la autocensura. Es que, tarde o temprano, se cree un entorno donde los únicos que hablan son los que no tienen miedo, o no tienen filtros, o están teledirigidos. Y esos casi nunca son los más sabios, ni los más ponderados. Basta mirar ciertos debates para darse cuenta de que, cuando los sensatos se callan, el vacío lo llenan los charlatanes que muestran la confianza de un antiguo vendedor de crecepelo. El problema se agrava cuando el silencio deja de ser una estrategia personal y se convierte en una norma de todo el colectivo. El 'mejor no meterse en líos' se transforma en una cultura institucional donde lo más seguro es asentir y seguir la corriente.

Y aquí tenemos la paradoja de que en nombre de la diversidad y el respeto se ha creado un sistema donde disentir es peligroso. Sin embargo, en la historia de la humanidad, las ideas impopulares de cada tiempo han terminado siendo las verdades indiscutibles del futuro. Ahí están los grandiosos ejemplos de Galileo y Darwin, o los más modestos, pero no menos importantes, que afirmaban que había que lavarse las manos antes de una operación quirúrgica. Entonces, ¿debemos resignarnos a la autocensura, susurrando ideas incómodas en la intimidad mientras en público se sigue la corriente? ¿O arriesgarse a la hoguera pública? Ninguna de las dos opciones parece ideal. No hace falta gritar para hacerse escuchar, pero tampoco hay que aceptar la imposición del silencio. Así que la próxima vez que alguien le diga que está más guapo calladito, tal vez sea el momento de hacer justo lo contrario. No vaya a ser que, por callar demasiado, terminemos rodeados de idiotas que nunca han tenido miedo a los gritos.

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