En los últimos días y con ocasión de la solemne apertura del año judicial en Madrid ha vuelto al foco mediático la falta de acuerdo ... para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Mucho se ha escrito sobre los motivos de tal ausencia de concierto y las consecuencias derivadas de la necesidad de que los partidos políticos consensúen algo que constitucionalmente no les compete. Verdaderos ríos de tinta han tratado de justificar o censurar que el poder ejecutivo pueda injerir en la judicatura, hasta el punto de provocar que su órgano de gobierno esté en funciones más de tres años. Y muy diversas teorías se han esgrimido para hacernos creer que la verdadera igualdad en la administración de justicia pasa porque el nombramiento de su cúpula se sustraiga a los propios jueces. Pues bien, permítanme que me detenga en una de éstas últimas: «El acceso a la carrera judicial es una oposición tremendamente cara. Al final, solo llega un entorno social cultural donde la izquierda es pequeñísima». Entrecomillo la afirmación porque reproduzco literalmente el argumento blandido por un conocido periodista para evidenciar que si el sistema de elección no fuese el que es, el poder judicial estaría inspirado por el conservadurismo propio de las élites adineradas, únicas que podrían acceder a él. Y nada más lejos de la realidad.
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Además del maniqueísmo que supone atribuir poder adquisitivo a quienes profesan una ideología y no otra –todos sabemos de ricos y pobres en ambas orillas–, proclamar que solo aquellos que poseen un determinado estatus económico tienen la posibilidad de estudiar y ganar una oposición es faltar a la verdad.
No soy juez, pero al igual que ellos he tenido que superar un exigente proceso selectivo para ejercer mi profesión. Es más, procedo de una familia de clase media, que si bien me educó en el esfuerzo y la responsabilidad, también tuvo que sacrificarse para mantenerme los años que necesité para aprobar. Por fortuna, he contado con magníficos preparadores que, altruistamente, pusieron toda su capacidad a mi disposición para alcanzar el objetivo y he podido codearme con aspirantes de todo tipo, desde los que estudian poco y duran menos, hasta los que concilian trabajo y oposición a lo largo de maratonianas jornadas. Si traigo a colación datos autobiográficos no es para que conozcan la vida de quien suscribe, sino para garantizarles que opino desde la experiencia personal y con conocimiento de causa.
Y les puedo asegurar que opositar es libre. A día de hoy no existen en España condicionantes económicos ni sociales para intentarlo; en el caso de la magistratura, lo demuestra la circunstancia de que más de la mitad de los jueces y fiscales de las últimas promociones procedan de entornos familiares con progenitores sin estudios superiores –o en los que sólo uno de ellos los tiene–, o incluso el hecho de que el coste de la oposición no supere al de muchos másteres que se cursan al finalizar los grados universitarios, incluido el obligatorio para el ejercicio de la abogacía. Es más, algunas asociaciones judiciales ofrecen becas y ayudas a quienes las necesiten y nunca faltan preparadores desinteresados que encarnan muchas de las virtudes del ser humano: generosidad, sabiduría y excelencia.
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Así pues, opositar y aprobar poco tiene que ver con la declaración de la renta, la afiliación política o los vínculos consanguíneos que puedan existir en la institución. Con lo que sí tiene que ver, y mucho, es con el sacrificio personal y familiar, con el estudio profundo y constante, con la ilusión y la vocación, cualidades todas ellas que se predican de las personas con independencia de su sexo, hacienda o inclinación ideológica.
Que no nos engañen. El poder judicial, como los restantes altos cuerpos de funcionarios del estado a los que se accede por oposición, está integrado por personas enormemente cualificadas que han acreditado su mérito y capacidad a través de un proceso selectivo que no está vedado a nadie. Sostener lo contrario, amén de profundamente demagógico, es ningunear el esfuerzo de quienes hipotecan gran parte de su juventud para ejercer un oficio básico para el sostenimiento del Estado de Derecho, una profesión admirable a la que se accede en régimen de absoluta igualdad, seas hombre o mujer, modesto o potentado, zurdo o diestro...
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Eso sí, hay que saberse muy bien los temas y demostrarlo.
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