Vivimos unas semanas dependientes de la Olimpiada de Tokio, que debió haberse celebrado el pasado año, y que por culpa de la Covid (una vez más la puñetera Covid) se suspendió hasta el presente. Todos los medios se vuelcan con espacios dedicados a las diversas ... competiciones deportivas, pasando la información cotidiana a segundo plano. Como estamos en verano, tampoco perdemos demasiado. Es tanta la inversión que hacen comités olímpicos y países participantes que no hay más remedio que tolerar que estos sean días de atletas, pruebas y plusmarcas. Es lo que toca.

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No es tema que suela aparecer en personas de mi círculo habitual, pero advierto que la humanidad se alinea en dos bandos: los que ven todas las competiciones que el difícil cambio de horario permite y los que maldita la gracia que les hace la matraca de la Olimpiada, pues les molesta que quiten programas a los que estaban acostumbrados o que haya exceso de páginas de periódico por dicha razón. Unos y otros están en su derecho de adherirse a uno de esos grupos. Es como contaba Mihura en su célebre 'Ninette': los hay cocidistas (partidarios acérrimos del cocido), y los hay fabadistas (partidarios acérrimos de la fabada). Esa bipolaridad es muy española: o eras de Belmonte o eras de Joselito; del Madrid o del Barça; de Sánchez o de Casado. Los matices sobran.

A mí me da un poco lo mismo. Me gusta ver determinadas competiciones, como las finales de pruebas de velocidad o de natación, incluso las de fondo, cuando no son demasiado largas. Pero presenciar las sesiones preparatorias, eliminatorias, cuartos, semifinales, qué quiere usted que le diga, que no. Me aburre, como me aburren las escenas de corredores que van en bici por montañas y ríos, o que montan en embarcaciones raras o que se pegan mamporros hasta que uno desfallece, sobre todo, si son chicas. Por otra parte, creo que España nunca fue potencia en deportes individuales. Fíjense quién ha venido después de Induráin, y quién vendrá después de Nadal; como no sea nuestro Carlos Alcaraz. Sin embargo, en deportes de equipo no nos va mal del todo, principalmente en los más populares, como son fútbol y baloncesto. No siento estimulo alguno en saber si en el medallero somos el vigésimo país o el trigésimo. Quizás sea eso por mi falta de patriotismo. Me gustaría, por supuesto, que nuestros atletas ganaran todo, pero como eso es imposible, me basta con oír de vez en cuando si tenemos una nueva medalla.

Porque, esa es otra, como los pobres periodistas son conscientes de nuestras limitaciones, no paran de hacer pronósticos que rara vez se cumplen. Hay que hacerlo, por supuesto, pero me incomoda. Recuerdo hace unos días que parecía que Alejandro Valverde iba a conseguir fácil un metal japonés. Sería su perfecta retirada. No sé si llegó en la cola. Y conste que, también como murciano, lo admiro por su espléndida trayectoria. Pero de ahí a creerle ganador siempre, media un abismo. También otro deportista que iba a ganar seguro no sé qué regata, no lo consiguió. Gracias a que ese día logró el bronce un ciclista que sube montañas. Quiero decir con ello que todo forma parte de un montaje. De un gran montaje para tenernos entretenidos estos días, y pensar menos, por ejemplo, en los estragos de la quinta ola de la pandemia. Cosa que, por otro lado, sería de agradecer si se insistiera en la enorme irresponsabilidad que ha supuesto el relajo del último mes, cuando todos creían que ya había pasado el peligro. Menuda medalla de oro a la imprudencia y a la imbecilidad habría que dar a quien permitió los dichosos viajes fin de curso a Mallorca, y poder montar cuantos saraos quisieran.

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Al hablar de Olimpiadas no tengo más remedio que acordarme de un estupendo filme que mereció el Oscar a la mejor película de 1981. Me refiero a 'Carros de fuego'. Gracias a ella pude llegar a comprender, bajo la impresionante música de Vangelis, lo que supone batir un récord. Pero todavía almaceno en la memoria otra película, más bien un documental, de 1965, que trataba de los juegos olímpicos del año anterior, precisamente en el mismo Tokio. Me impresionó que el director pusiera el acento tanto o más en los perdedores que en los ganadores. Y, entre ellos, resultaba impresionante la llegada del etíope Abebe Bikila, en un estadio con 75.000 espectadores, ganando el maratón con más de cuatro minutos de ventaja sobre el segundo.

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