No mires arriba' (2021), de Adam McKay, probablemente pretendía ser una sátira hiperbólica de la sociedad actual, pero, para pasmo de millones de espectadores que ... la vimos, la conclusión que se extraía de este film es que se trataba de un estudio de antropología, de un estremecedor documento hiperrealista sobre el vertiginoso proceso de autodestrucción al que se dirige el planeta. España –y gran parte de Europa– está viviendo las olas de calor más virulentas y prolongadas desde que hay registros. Inglaterra ha superado, por primera vez en la historia, el umbral de los 40º C. Centenares de personas han fallecido por golpes de calor. Galicia, Castilla y León y Aragón se encuentran, en estos momentos, asediadas por los incendios. Las pruebas del cambio climático en el que estamos inmersos ya no es que sean irrefutables, sino que nos están matando. Pero, a pesar de esto, los hay quienes aún prefieren desviar la mirada y negar la situación de catástrofe permanente en la que nos encontramos. Les hemos puesto la etiqueta de 'negacionistas' aunque, a decir verdad, la gravedad de la situación los convierte en mucho más que simples 'negadores': son cómplices, coautores de de la destrucción sistemática del planeta y de la muerte de tantos seres vivos. A día de hoy, quien no denuncie enfáticamente los factores que motivan el cambio climático está contra la vida. Ya no hay tiempo para los términos medios.
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El negacionismo adquiere, en la actualidad, dos formulaciones claramente perfiladas. La primera de ellas es la que, por ejemplo en España, lidera el partido de ultraderecha Vox, con su infatigable líder, Santiago Abascal. Durante su delirante intervención en el reciente debate del estado de la nación, Abascal atacó duramente los avances que se buscan conseguir con la Agenda 2030, denunciando, en este sentido, la connivencia del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con «oligarquías y poderosos» que están enloquecidos con el «fanatismo climático». Lo único que hay que objetarle a Sánchez en su réplica a Abascal es que le preguntara de qué museo habían salido todos los que, como el líder de la ultraderecha, niegan la enfermedad avanzada del planeta. Y hablo de este comentario en términos de 'objeción' al presidente porque, ojalá, Abascal y los suyos hubieran salido de un museo, eso querría decir que alguna vez habrían entrado en él y, aunque solo fuera de rebote, la cultura les habría dejado huella.
La segunda forma de negacionismo es menos abrupta, pero, quizás, más dañina que la anterior. Se encuentra representada por todos aquellos que no dudan en reconocer que, efectivamente, algo le está pasando a la tierra, pero que, al mismo tiempo, cuestionan que tales transformaciones se deban a los efectos causados por la intervención del ser humano. Su planteamiento se asienta en el argumento de que nos encontramos ante un ciclo climático más de los muchos que ha vivido el planeta desde su formación. Desde este prisma, la economía, la emisión de CO2 y nuestros hábitos de vida no han de ser cambiados puesto que nos encontramos ante un proceso natural que no puede ser alterado. Vivamos, pues, como siempre, sin tomar medidas, hasta que la Tierra nos diga «¡basta!», y nos vayamos todos a la mierda.
Fuera de estas dos expresiones del negacionismo, se encuentra un perfil que engloba a cientos de millones de personas en el mundo, y en el cual no tengo problema alguno en introducirme –no voy a ser tan hipócrita como para situarme ahora en la posición de un observador puro y libre de todo pecado–. Me refiero a todos aquellos que reconocemos y denunciamos los estragos causados por el cambio climático, pero que todavía no hemos dado pasos firmes para optar por un modo de vida que contribuya a ponerles solución. Es cierto que podemos reducir la ingesta de carne, emplear lo mínimo posible el aire acondicionado y la calefacción, pero, sinceramente, la pregunta que debemos hacernos todos con urgencia es si, después de asumir el diagnóstico, estamos dispuestos a cambiar, de manera generalizada, nuestros hábitos de vida y, por tanto, a renunciar a tantas comodidades con las que vivimos hoy. Porque, hablemos con sinceridad y crudeza, ya no se trata de practicar políticas de 'sostenibilidad' –para eso ya es muy tarde–, sino de implementar políticas de 'decrecimiento'. O la economía y, por extensión, el sistema menguan, o esto se acaba.
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Al principio –es decir, ahora, en este preciso momento–, esta afirmación será valorada por la mayoría –sobre todo, la más conservadora– como un gesto de radicalismo, imposible de activar y de espaldas a las necesidades de la sociedad. En unos años, las políticas de 'decrecimiento' serán asumidas desde la urgencia y el dramatismo, como un sacrificio drástico y doloroso que implicará cambios en nuestras vidas jamás imaginados. Que la Unión Europea haya abierto la posibilidad de rebajar los objetivos de la agenda 2030 en lo que a la reducción de emisiones de CO2 se refiere, con el fin de aumentar el consumo de carbón y compensar así la pérdida de gas ruso, constituye una de las formas de autoengaño y de suicidio más estrepitosas que se recuerdan. No aprendemos. Preferimos ganar unos meses de bienestar, aunque esto suponga decretar el fin de la vida en el planeta.
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