Siento ya un gran hartazgo de escribir y opinar sobre cuestiones relativas a la pandemia. Es más, en este periodo en el que la tasa ... de población vacunada es del 80% y un sentimiento de mayor seguridad debería regir nuestros actos, es precisamente cuando más estrés y ansiedad padezco ante el riesgo de contraer el virus. Y no porque suponga un especial trauma el pasarlo -la mayor parte de los casos evidencian síntomas leves-, sino porque el aislamiento supone fastidiar la Nochebuena a mi familia o no poder asistir a la celebración de las bodas de oro de mis padres. La temida variante Ómicron -anunciada hace unas semanas como un nuevo ángel exterminador que nos iba a hacer regresar al fatídico escenario de marzo de 2020- no parece que vaya a ser la causa del fin del mundo. En efecto, es más contagiosa que Delta, pero según los estudios preliminares ya publicados, quien se contagia por Ómicron tiene un 80 % menos de posibilidades de ingresar en un hospital. Y -oh milagro-, epidemiólogos sudafricanos han informado que las vacunas están logrando reducir la propagación de Ómicron en aquel país en hasta 6.000 casos diarios. El estado de psicosis en el que interesadamente vivimos impide reconocer abiertamente que, después de todo, Ómicron es una buena noticia, y que, con esta nueva cepa, asistimos a un punto de inflexión en el desarrollo de la pandemia, en virtud del cual el virus ha comenzado a mutar a versiones menos agresivas.

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El pasado miércoles, España registró su récord de contagios desde el inicio de la pandemia: 60.041 casos positivos. Esa fue la gran noticia destacada por todos los medios de comunicación. Sin embargo, en ninguna televisión, radio o periódico se reflejaría otro dato no menos importante: a pesar de este elevado número de contagios, ese mismo día los ingresos en las UCIs españolas se redujeron en seis personas. Esto no vende; o -pensando un poco mal- este tipo de noticias pueden contribuir a que la gente viva con un poco menos de miedo. Y esto -claro está- resulta inadmisible para quienes están tan interesados en que el rebaño no se disperse. De hecho, he leído a opinadores a los que tengo en alta estima intelectual afirmar que se encontraban de acuerdo con el regreso de la mascarilla en espacios al aire libre por el hecho de que, con su empleo, la ciudadanía recordaría a cada instante que el virus anda suelto entre nosotros. Este argumento constituye una abdicación tal a la mediocridad y el desconcierto reinantes que solo puede provocar pavor y mucha, mucha preocupación. El empleo de la mascarilla al aire libre es una medida que, dentro de la corta pero intensa historia de la pandemia, supone una medida anacrónica, sin base científica, basada en un fetichismo que roza la superchería. Cuando las medidas impuestas desde las administraciones no están lo suficientemente ponderadas, y no poseen, por tanto, la autoridad incontestable del sentido común y de la autoridad científica, el mensaje que se transmite es el de una improvisación chapucera que solo hace dar alas a los negacionistas. Si las administraciones implantan una medida como la mascarilla al aire libre que todo el mundo ha desechado, ¿por qué íbamos a hacerles caso cuando hablan de la necesidad imperiosa de vacunarse? ¿Qué legitimidad tienen quienes imponen medidas con tanta frivolidad?

Lo que parece claro es que, en esta sexta ola, el vórtice la de presión se encuentra en la Atención Primaria. Y, ante esto, caben dos planteamientos: 1) que las respectivas administraciones la refuercen, en lugar de descargar las responsabilidades en los mismos de siempre -el sector de la hostelería y del ocio nocturno, que, espero, cuando se convoquen elecciones, tengan bien claro quiénes son los que, por su incapacidad, les han jodido sistemáticamente sus negocios-; y 2) los protocolos existentes abocan al inevitable colapso de la Atención Primaria. La mayoría de las personas que acuden, durante estos días, a su centro de salud es como consecuencia de cuadros de mucosidad, algo de tos o dolor de garganta. Necesitan hacerse el test correspondiente para descartar o confirmar que se trate de Covid. Imaginemos, por un momento que, en los tiempos de la vieja normalidad, cualquier persona con tos o mucosidad hubiera acudido a su centro de salud: todos los sanitarios estarían de baja por depresión desde hace años. Si, como se está confirmando, la Ómicron constituye una variante menos agresiva que, mayoritariamente, se resuelve en un cuadro de catarro, y si la evolución del virus apunta hacia mutaciones que lo harán más contagioso pero menos dañino par la salud, ¿en qué punto nuestras autoridades relajarán su pulsión estadística por contar casos diarios, y comenzaremos a convivir verdaderamente con el virus? Y 'convivir con el virus' equivale, en este caso, a eliminar esa tupida red de protocolos que está colapsando la Atención Primaria con casos leves. Desde el momento en que las UCI no se saturen y demuestren un funcionamiento sostenible, nuestra relación con el virus debe variar drásticamente. Como he afirmado en otras ocasiones, esta sociedad ha generado una necesidad de 'riesgo cero' que la está aniquilando psicológica y económicamente. O ponemos freno a la histeria colectiva y castigamos a los propagadores de miedo -dejándolos de ver, escuchar o leer-, o nos vamos a la mierda. Es el momento de decidir qué es lo que queremos como sociedad: miedo o vida. Si después de estar vacunados casi todos, el pánico sigue 'in crescendo', llegará un momento en que nadie creerá a las autoridades, y la disciplina y responsabilidad dejarán paso a la indignación y sublevación. Tiempo al tiempo.

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