La vida puede ser insoportablemente aburrida, un tránsito insulso por un valle de lágrimas y, si no hacemos algo, lo será también para nuestros hijos. Salvémoslos. Podemos hacer que el mundo tenga significados que lo hagan rico y esa es la forma en que Carolina ... y yo quisiéramos que nuestros hijos, Hugo y Martina, viviesen su vida, formando parte activa de un entorno siempre crítico. En el colegio les enseñan mucho, pero hablo de educar a los hijos en la lectura de su mundo, en la narración de las cosas, los tiempos y los hechos. Una ciudad como Murcia puede ser un aburrimiento, una urbe arrasada por la codicia inmobiliaria, o puede ser la historia de Occidente en sus aciertos y fracasos, en sus cruces de sangre y los odios que expulsaron al otro, puede ser la historia de la arquitectura y del barroco, de la huerta como forma de vida. Cada pueblo, cada barrio, puede ser contado desde el arraigo y el amor al lugar al que se pertenece, por eso hay que pasear con ellos cuando son pequeños y contarles la leyenda de la cadenas de la Catedral por la que el rey cristiano le sacó los ojos al escultor moro para que no hiciese otra igual, aunque todo sea mentira; hay que contarles cosas y leerles libros. El viaje de los niños empieza en los cuentos, luego vienen los tebeos y luego Harry Potter y, por fin, con un poco de suerte, Eduardo Mendoza o Paul Auster. Qué distinta es Barcelona antes y después de leer 'La ciudad de los prodigios' y qué emocionante Brooklyn detrás del humo de un cigarrillo. Somos lo que nuestros sentidos van construyendo en nuestro cerebro. Michael Baxandall hablaba del estilo cognoscitivo como la competencia visual compuesta de esquemas, naturalizados desde la infancia y adquiridos a través de lo que entendemos como 'cultura'. Eso nos hace entender que habitamos ciudades en las que los poderes nos cuentan cosas a través de sus edificios. Las fachadas barrocas anuncian el poder de la Iglesia, los palacios reales son tan grandes para hacernos sentir la permanencia, como un ancla en el corazón de la nación, de sus moradores mientras el poder civil desde el siglo XIX busca formas clásicas para que entendamos que sus edificios, llenos de columnas y frontones griegos, hablan de la eternidad de ese gobierno teóricamente de todos. El poder define parte de las ciudades, la otra la definen las casas de la gente y los espacios que construyen el paisaje, algo que no es natural, algo que creamos en nuestras cabezas.
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Esa cultura crece al empezar la disciplina del viaje. Primero vienen los cortos, con sus vomitonas, a ciudades cercanas, a acuarios de Valencia más que a sinagogas de Toledo. Con el paso del tiempo y los viajes se habitúan a las horas en coche y, entonces, entra otro factor para entender el mundo: la música. Las horas de autopista son una maravillosa forma de educación musical. Tal vez los estemos salvando del reguetón así, aunque ellos irán decidiendo.
Deben ser pequeños cuando prueben el avión. Sé que hablo para quien puede pagarlo, sé que muchos trabajan quince horas y las prioridades son otras y las energías menos, pero no escribiendo esto no puedo evitar esa realidad. El viaje en pareja es sensacional, con niños es distinto pero no peor. Agota, está claro, llevar a críos a la Bienal de Venecia pero invertimos en tiempo. Con suerte ya habremos viajado de solteros, si tenemos hijos es porque queremos vivir una nueva vida. El viaje con ellos es otro aprendizaje de nosotros mismos, de nuestra capacidad de narrar lo que ven y conseguir que entiendan esa legibilidad del mundo, de nuestra resistencia anímica y física, de cómo ser conductores, guías protectores de ese nuevo viaje en el que escribimos en papeles tan blancos y delicados. Tremendas responsabilidades las de un viaje con niños: la física y la intelectual.
Con los años los aeropuertos dejan de ser infiernos, ellos toman recursos y, un día, discuten con el personal de tierra que nos dice que hay 'overbooking'. Su generación habla casi naturalmente un inglés que a nosotros nos costó tanto. Los otros continentes, las ciudades ricas y las pobres donde descubren que su realidad, tranquila y con las necesidades cubiertas, es solo una de las posibles. Nuevos mundos e imaginarios que borran, de un plumazo, los cánceres del espíritu: el racismo, el sexismo, el nacionalismo y el fascismo.
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Descubren las ciudades que les gustan y las que no, encuentran, un día, en Bangkok o en Londres lo que Chirbes llamaba «su metro de platino iridiado», su medida de la belleza de las cosas. Pero han de viajar con el cuerpo y en los libros. Ese esfuerzo es tan agotador para los padres como las esperas de aeropuertos, porque el viaje ha de ser terrestre y celeste, y en ese cielo de los libros también debemos ser guías. Ese segundo viaje no necesita dinero ni desplazamientos, se hace leyendo bien.
Entonces entenderán que la vida puede ser una mierda en el telediario, pero convertirla en un viaje continuo es el perfecto plan de fuga. Y un día se van de casa y empiezan un viaje sin nosotros. Nuevas lágrimas y a planificar viajes solos y mayores. No suena tan mal. Todo el dinero que no gastemos en viajes es despilfarro.
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