Rubén Blades dice que, cuando te mandan a un barrio con nombre de santo, tengas cuidado. Si te dicen que hay que ir a Vistabuena o algo así, todo perfecto, pero si tienes que ir a San Felipe en Panamá, la cosa es muy otra. ... Yo nací en San Antolín, Murcia.
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A veces un barrio es algo profundo que se forma con los siglos, construyendo una personalidad propia. El mío era y es un barrio obrero lleno de calles llenas de casas llenas de historias en cada piso, un cosmos forjado desde su situación geográfica, el arrabal de la Arrixaca. Fuimos el desahogo de la superpoblada medina para ser luego el último reducto musulmán. Las expulsiones dejaron sitio a trabajadores de la seda y a los huertanos como hoy acoge a gente de todo el mundo. Nunca fue un barrio de palacios sino de hogares entrelazados. Los siglos generaron vínculos de casa a casa, como las raíces enormes de un ficus que, bajo tierra, se abraza con otras raíces y crea algo tan fuerte que, para arrancarlos, tienes que levantarlos a todos y hay algo que lo ejemplifica. En mi barrio, durante los años de la heroína, el daño fue inmenso. Clases medias y bajas, desempleo y la desorientación de la juventud hicieron de San Antolín un buen caldo de cultivo. Todos perdimos a alguien, pero la situación fue muy diferente a otros sitios. Las redes familiares funcionaron, se mordieron los labios y ayudaron a sus hijos, sobrinos o hermanos. El daño no fue pequeño, pero la unión en las casas hizo de bálsamo para ese dolor infinito. Para eso sirve un barrio, para defender a sus cachorros primero, luego ya el resto.
Hay fronteras físicas, y los bares hacen barrio también: La Viuda, Luis de Rosario, Guinea y Oriente son el eje serpenteante. Mi casa estaba muy cerca del último, en la calle Sagasta. Hay otro eje, la calle del Pilar, la Trapería de los humildes, una calle comercial de mil años en la que se enclavaba La Botera, el quiosco y sala de máquinas donde construí mi identidad social, donde los críos y adolescentes del barrio respetábamos una estructura jerarquizada en la que mandaban los macarras con cazadora vaquera y cigarrillo que se te acercaban por detrás cuando estabas jugando y te decían: ¿te paso la partida? Las interrogaciones las he puesto yo, aquellos zanguangos que te sacaban medio cuerpo te empujaban y te habías quedado sin Pac Man. Eran los años en los que el erotismo significaba una mirada fugaz a la casa de putas que había en la calle Huertas, donde unas señoras entradas en carnes se sentaban en la puerta, pero parecían más bien sentadas en la posguerra, con sus sostenes rojos y los muslos al aire, como sacadas de un cómic de Carlos Giménez. El sexo estaba ahí, aunque seguíamos habitando la fantasía de que un día nos dejasen comprar todo lo que queríamos en la tienda del callejón del Bolo o en Baratijas Toni. Éramos niños.
Y la replaceta de las bombas, llamada así por cubrir un refugio de la Guerra Civil, al lado de la iglesia, donde mi hermano y yo merendábamos y jugábamos a lo que había. Si era fútbol, fútbol. Si era ténis se corría a casa a por las raquetas, si era churro mediamanga mangotero, pues a ello. Un día mi hermano, por jugar sin almohadilla, se clavó los chinarros de la pared de la sociedad de pescadores y lo curó el farmacéutico. A cierta hora, de todas las ventanas, salía el canto de las madres llamando a la merienda y nosotros nos comíamos el bocata sentados en la escalerilla.
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Los de mi barrio saben que son de mi barrio, pero si alguien tiene alguna duda está la noche de lunes santo. Ya pasadas las 12, enfrente de la iglesia, acaba la procesión. Todo el barrio cabe en esos pocos metros, los nazarenos disuelven las filas y vuelven. En el centro, el Perdón y la Soledad. Cara a cara, la virgen se prepara para entrar de espaldas. El silencio es catártico. Todos miramos arriba, es algo que va más allá de la religión, es algo que nos define, ese tiempo de silencio frente al Perdón. Todos estamos muy pegados pero nadie le molesta al otro. El proceso es largo pero a lo que me refiero dura poco. En ese instante somos una sola cosa, pertenecemos a algo. La emoción llega cuando suena el himno de España, rompen las campanas el silencio de la noche en la ciudad, quizá en todo el mundo porque no existe otro lugar que no sea esa plaza en la que cabemos todos. Entonces el Perdón arranca y entra en la iglesia llevado por la fuerza aterradora de los estantes que, si hiciese falta, lo llevarían a Portugal de tirón subiendo todas las montañas por el camino. Entre ellos, mi hermano, mi orgullo.
Hoy vivo en otro sitio pero mis hijos siguen pasando allí días, en casa de mis cuñados Asun y Julio, que son tan de San Antolín como yo o quizás más. Desde pequeños Hugo y Martina saben qué es ese barrio y yo vuelvo con ellos y les cuento cosas, los llevo a comprar a la Pajarería Molina. Y es así porque nací de San Antolín y me moriré de San Antolín, de donde salí pero de donde nunca me fui. Ni me iré.
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