No es fácil salir de este mundo y luego volver a entrar pero es posible. Era la primavera de 2016 y The Who, una de las dos bandas de mi vida, tocaba en Vitoria. Todo ocurrió en un momento no esperado, cuando Roger Daltrey cantaba ' ... Baba O'Riley'. Como si no supiésemos qué iba a ocurrir, gritó fuera de todo control «'teenage wasteland'» y, por unos segundos que pudieron ser días, me sumergí en algo nuevo, en un líquido amniótico lejanísimo. Si hubiese tomado drogas, todo tendría una explicación sencilla pero no era el caso. Estaba con Carolina en primera fila con unas 10.000 personas detrás que, en realidad, eran una conmigo. Todos éramos un enorme cuerpo informe que alcanzó el éxtasis con ese grito en una noche vasca que, siendo fría, fue la más caliente que recordamos.
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La segunda escena que os propongo transcurre en varias ocasiones en los años 30 del pasado siglo. En ellas, invariablemente, Adolf Hitler habla a una multitud no menor a la del concierto de Vitoria pero distinta. Si aquella fue un gigantesco Blandiblu humano que saltaba y gritaba, esta fue geometría. Cada alemán ocupaba una posición predeterminada sin moverse con la mirada puesta en el Führer. El telón de fondo de las gradas del estadio eran enormes banderas nazis, debajo el público silencioso, en lo que fue terreno de juego militares, camisas pardas, brazaletes nazis, caballería. Jerarquía. Un universo simbólico del poder pero también del orden, milimétricamente ordenado. Todos esos miles de personas eran geometría y en ella estaban sumergidos. Entonces, como cuando Daltrey gritó, el hombrecillo se adelantó del altar profano donde se sentaban Goebbels, Goering, Himmler y demás y se acercó a tres micrófonos de pie. Habló y en aquel estadio construido en 1933 'ex profeso' para sus discursos, comenzó un torrente emocional no menor al que el rock vertió sobre nosotros a casi un siglo de distancia. El público, como yo aquella otra noche, salió de su realidad, del desapego a los tiempos en curso, de las miserias de un país derrotado, del hijo perdido en la Gran Guerra. Escucharon el discurso cual si fuese de amor y cayeron, igual que nosotros, rendidos y agotados ante el gran telépata, que dirían los Love of Lesbian.
Es tan extraño comparar a Hitler con los Who que da hasta tiricia, pero hay algo que hace posibles ambos momentos de éxtasis, algo tan prosaico como la megafonía. Es en los años 30 cuando se optimizan los medios de expresión de masas. Recordemos que el cine, desde que en 1927 incorporó el sonido en 'El cantor de Jazz', iba perfeccionando la contemplación espectacularizada de la realidad, por tanto abría una puerta de mármol a la manipulación, algo que usó magistralmente Goebbels y que hoy seguimos padeciendo a manos de sus muchísimos nietos y bisnietos. La megafonía permitía al monstruo hablar a la masa que, al calor de su enérgico y extraordinariamente inteligente discurso, caía rendida para la causa. El monstruo utilizó el micrófono como el arma necesaria de seducción porque necesitaba hacer llegar el mensaje, pero también el calor de la acumulación humana. Así convirtió a miles de personas en una masa. Buscad en internet imágenes de Mussolini. En un discurso ante miles de personas en Milán la imagen aturde, pero si nos fijamos todo es posible por un elemento casi invisible, el micrófono.
¿Serán comparables las sensaciones de inmersión en un concierto de rock y en el discurso de un monstruo?
Ha sido una semana extraña. Mantuve una reunión que ha cambiado mi mundo. Algo en lo que creí toda mi vida, desde niño, se desmoronó como las columnas de cartón piedra que derriba el Sansón de Cecil B. de Mille en la peli de 1949. Con esa facilidad vi desplomarse ideales y utopías ante el pragmatismo de la realidad y me alejé unos pasos más del niño que fui. Tal vez nunca me haga mayor, ojalá lo consiga, pero la confrontación con la vida es una prueba que solo llevan bien los fuertes, los egoístas o los tontos. Ojalá fuese las tres cosas, la ilusión, la consciencia y la conciencia son compañeras de vida tan excitantes como dolorosas.
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Siendo así mi semana entiendo que será similar a la de muchos de vosotros en este mundo de hiperconexión, velocidad máxima, crueldad excesiva, estrés constante y carestías de todo tipo. Ante ese estado de cosas la evasión es una alternativa que tiene todos los rangos posibles de daño permanente. Tal vez sea la nueva epidemia de heroína que recorre la ciudad y crece con el fentanilo. Es increíble, como decía mi amigo Manolo Chacón, que con lo que sepamos ocurra esto otra vez, como en los 80. En medio están todos los entontecimientos mediáticos, de la tele a las redes como negativo y como positivo tal vez los libros. Pero hay otra fórmula definitiva de evasión bajo el control todopoderoso del micrófono. Un concierto de rock es donde, si es realmente grandioso, podemos dejar de ser quien somos, trascender de alguna manera y dejar atrás los problemas. El micrófono del monstruo produce el mismo efecto, de hecho los monstros organizan su 'show' mejor que Daltrey, Jagger, Kapranos y Alicia Keys juntos.
Pero no dejemos de valorar en qué nos hemos convertido cuando acaba el concierto y cuando acaba el discurso del monstruo. El daño puede ser definitivo.
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