El día que intentaron matar a Fumio Kishida, presidente de Japón, entre controles y un poco de histeria, Carolina, los críos y yo fuimos al norte del Palacio Imperial de Tokyo, donde hay un santuario sintoísta en el que se reza a 2.500.000 ... kami, el espíritu de los soldados muertos, entre ellos los de 14 criminales de guerra de clase A. Se llama Yusukuni Jinja y es uno de los más sagrados de la ciudad, un monumento a la memoria de Japón desde los héroes que combatieron al último Shogun del Periodo Edo, propiciando el dominio del emperador Meiji, quien en memoria de aquellos luchadores comenzó este culto en 1869. Es sobrecogedor. Todo empieza al entrar en el templo a través de un gigantesco torii, la puerta de los santuarios sintoístas. Entiendes que estás en un recinto sagrado que comprende el museo Yushukan.

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Conozco muchos de los museos militares y monumentos bélicos del mundo, pero este es distinto porque rinde homenaje a 14 genocidas, los considerados responsables del horror provocado por Japón en la Guerra Chino-Japonesa y en la Segunda Guerra Mundial, no mejores que los condenados en Nüremberg. En un sitio que debería ser siniestro rige una paz espiritual. Los niños de uniformes azul oscuro desfilan ordenadamente por la explanada. Cada 15 de agosto, cuando se celebra el aniversario del fin de la WWII, Yusukuni es el eje espiritual conmemorativo del país, para irritación de China y Corea, las víctimas del imperialismo japonés. Los primeros ministros nipones se han visto obligados a dejar de ir a rendir homenaje públicamente, en privado.

Cuando era más joven no hubiera entrado, como no entraría a un monumento a Hitler, Franco o Stalin, pero la semana pasada lo recorrí en silencio y compré el catálogo, un manual de historia de Japón que va desde las espadas de los samuráis hasta las fotos de miles de soldados caídos en Iwo Jima o en las Filipinas. Su lectura debería ser obligada para cualquier historiador. Se relata el ataque a Pearl Harbor como algo inevitable, un acto de defensa de Japón ante la intolerable injerencia de EE UU en los asuntos chino y coreano. Para un europeo esto resulta incomprensible, pero hablo del nacionalismo japonés, el más puro y duro de todos. El relato desde su orilla, aún hoy, es que tenían razón; sus más deshonrosas agresiones a países vecinos son 'incidentes' ejecutados con el fin de liberar a Asia y colocar a cada país en su lugar, que es la esencia de la filosofía japonesa de vida, según Ruth Benedict en 'El crisantemo y la espada', el estudio encargado por el ejército estadounidense para entender a los extraños japoneses cuando tomasen Tokyo.

En un punto del museo aparece una carta bellamente caligrafiada pero llena de manchas de color marrón. Es la despedida escrita por el general Anami Koreicha Mikoto, ministro de guerra y –para nosotros– el principal de los criminales. En la madrugada del 15 de agosto de 1945, cuando el emperador decidió rendir Japón, él la escribió, sacó su catana y cometió sepuku. Como comandante en jefe quería seguir combatiendo a los americanos con lanzas de bambú cuando ya no quedaran armas. El deshonor de la rendición no era asumible y lo hizo antes de llevar la contraria al hijo del cielo. El marrón de la carta es su sangre seca.

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Nuestra cultura japonesa suele estar edificada sobre el cine, desde los samuráis de Kurosawa al japo-mex de Tarantino o la sangre expansiva de Takeshi Kitano, pero una peli comercial de Edward Zwick con Tom Cruise cuenta algo. En 'El último samurái', mientras muere un guerrero clave (no haré 'spoiler'), ve caer extasiado las hojas del cerezo. El cherry blossom es para ellos tal pasión que miden el porcentaje de su floración. El caso es que mientras muere, goza de esa floración, de la misma manera que Benedict utiliza el crisantemo como complemento y opuesto a la espada para definirlos en ese mundo hiperordenado en el que todo ocupa su lugar.

Nunca perdieron la guerra, se rindieron por el futuro de Japón. Es complejo pero tiene una exótica razón indiscutible. Los aliados decidieron dejar vivir al emperador y ejecutar a su gobierno y alto mando para estructurar el futuro bajo el mando de McArthur, pensando en que el enemigo siguiente sería la URSS. También entendieron que la muerte del emperador podía deparar cosas no vistas, desde un suicido masivo total a un combate hasta la última catana. Japón no se rindió tras las bombas de Hiroshima y Nagashaki. Hasta 9 días después lucharon sin apenas armas, barcos ni aviones. En el museo hay hasta un kamizake suspendido del techo. Ellos podían haber muerto hasta el último niño pero obedecieron al emperador en su alocución en la radio.

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Hay una distancia entre el héroe y el criminal para nosotros, pero no para ellos, aunque a veces me pregunto qué hubiese pasado con los que bombardearon Dresde si los otros hubieran ganado la guerra. Esos 14 criminales de guerra clase A son héroes para una parte de Japón apegada a ese mundo remoto, espiritual y riguroso, junto a obligaciones ancestrales como el On, gimu, giri o ko-on, algo más profundo que la propia historia, algo que se pierde en el comportamiento de milenios.

Abandoné esta cuestión para llegar a España mientras exhumaban a José Antonio de su santuario y un escaso puñado de gente con banderas se peleaba con la policía. La vida.

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