La Catedral de Murcia como máquina de poder

Artistas y arquitectos han trabajado para el poder y en el siglo XVIII recaía en el obispo de Murcia; el más claro exponente es el obispo Belluga

Sábado, 11 de marzo 2023, 09:10

Murcia fue el escenario barroco del poder en el entorno de la Catedral durante siglos. Podríamos pensar que eso es cosa de otro tiempo, que lo simbólico ya no importa en los tiempos de la democracia e internet, pero no es así. Cuando el Ayuntamiento ... de Murcia decidió, en los años 80, que Rafael Moneo construyese en el solar pagado a precio de oro dejado por la antigua casa del doctoral La Riva frente a la Catedral, el Consistorio tenía la necesidad secular de asomarse al escenario del poder. La plaza Belluga enfrenta a la Catedral con el Palacio Episcopal, opuestos a las antiguas casas burguesas y anteriormente nobles. Son edificios espectaculares, especialmente la Catedral, pero no solo son bonitos, son representativos de los poderes que han regido esta ciudad y el antiguo Reino desde hace tres siglos. El palacio es el poder episcopal, que en largos periodos de la historia ha sido también el político; la Catedral es el Cabildo, que en otros momentos ha ostentado un poder no solo espiritual enorme, aunque hoy su función sea meramente religiosa. Las casas ricas representaban a las clases pudientes y el Ayuntamiento quedó relegado a una esquina en la que no tenía representación simbólica en el teatro del poder. Ya en los años 80 se cumple esa vieja aspiración de casi dos siglos y el cuarto poder, civil, se asoma mirando cara a cara al religioso.

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Antes de los poderes citados, episcopal, catedralicio, nobiliario/burgués y concejil/municipal, hubo otros poderes, como el del adelantamiento de Murcia, que tuvo para sí la casa de Vélez y aún antes el gran palacio andalusí que rigió la ciudad, hoy debajo de la Iglesia de San Juan de Dios y los edificios colindantes. Allí, junto a un mihrab, una capilla musulmana de belleza conmovedora que la inmensa mayoría de murcianos desconoce, están los restos de lo que queda de la familia del Rey Lobo, porque esta taifa fue un gran reino. Esas tumbas son el resto de la última familia real murciana.

En esta historia de las maravillas hay un nudo, y es la Catedral, que se levanta parcialmente sobre la antigua Mezquita Aljama. Se edificó entre 1266 y los 90 del siglo XX cuando Juan Antonio Molina terminó la capilla del Socorro. En la torre están las campanas que llaman a misa y tocan las horas. Hoy no hacemos mucho caso, llevamos relojes en la muñeca que ni miramos porque vemos la hora en el móvil, pero hubo un tiempo en el que el cosmos de la huerta se regía por esas campanas y no era solo para ver si se trabajaba o se descansaba; a ciertas horas se regaba y las peleas por los riegos eran la mayor amenaza a la paz social. Por eso el reloj de la torre está tan alto, debía ser visto desde las huertas que alimentaban la ciudad con claridad y desde cada calle de aquella Murcia bellísima y señorial que venimos destruyendo desde los años 50.

Los artistas y arquitectos han trabajado a lo largo de la historia para el poder y en el siglo XVIII recaía en el obispo de Murcia, y el más claro exponente es el obispo Belluga, que da nombre a la plaza. En su tiempo de gran cardenal se alzó el imafronte, que miramos todos los días sin verlo. Ese gran altar glorioso de esculturas y formas tardobarrocas tiene una lectura en la clave que propongo hoy si miramos el cuerpo central de la fachada. Entre las columnas del piso bajo están los cuatro santos de Cartagena, santos Florentina, Fulgencio, Leandro e Isidoro, que no era de Sevilla. Son cuatro santos visigodos de la diócesis de Cartagena que empiezan el discurso central de una fachada que se edifica en el primer siglo de la dinastía borbónica en España, un siglo en el que necesitaban vincularse a la dinastía anterior para legitimar su reinado. La Catedral en la que se guardan tripas y corazón de Alfonso X no es cualquier edificio en términos simbólicos para la corona, por eso en el siguiente piso hay dos santos, uno a cada lado entre las columnas: Fernando III, rey santo de Castilla en el siglo XIII, y san Hermenegildo, príncipe visigodo, hijo del rey Leovigildo en el siglo VI. La corona se legitima a través de los dos reyes santos de su pasado. Sobre ellos, la Cruz de Caravaca, símbolo querido pero también vinculada a la Orden de Santiago, de la que el rey era gran maestre. Luego la Purísima, una Inmaculada Concepción que, además de símbolo, es el gran proyecto de las sucesivas casas reales españolas: la consagración de su dogma.

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Todo ello nos ofrece una lectura clara. Cuando estamos en el centro de la plaza mirando al imafronte, rodeados de los símbolos físicos de los poderes civil, religioso y económico, encaramos un altar que rinde homenaje a la diócesis de Cartagena pero también a la Casa Real, cabeza de la iglesia en España tradicionalmente, con los símbolos que en el XVIII se leían perfectamente pero hoy no somos capaces de entender siempre, un altar coronado por el apóstol Santiago en gloria, que desapareció a principios del XIX, afectada al parecer desde el terremoto de Lisboa de 1755.

No habrá en España muchos símbolos de un poder tan sublimemente perfectos como la fachada de nuestra Catedral ni tendrán un entorno tan perfectamente construido como la plaza Belluga.

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