Me gusta quienes escogen con cuidado las palabras que no dicen». Este verso de la poeta milanesa Alda Merini expresa bien la contención con la ... que solemos pronunciarnos públicamente los jueces. Pero también pueden escogerse con cuidado las palabras que sí hay que decir. El tiempo nos está dando la razón a quienes desde la Judicatura venimos advirtiendo desde hace años de la deriva institucional, del desprestigio y del riesgo de irrelevancia que acecha al Poder Judicial español y al servicio público de Justicia.
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Quienes trabajamos en el sector Justicia estamos acostumbrados a la endémica falta de atención a nuestras necesidades de medios materiales y humanos por parte del resto de poderes y administraciones públicos. Progresivamente nos estamos también acostumbrando a que esa indiferencia se haya ido tornando en desconsideración, cuando no en un abierto desprecio que surge desde esas mismas instancias políticas e institucionales. ¿Es esta una deriva que solo incumbe y debe preocupar a los jueces? ¿O nos va a todos los ciudadanos mucho en ello?
Hace unas semanas, con ocasión del acto de apertura del año judicial autonómico, expuse mi parecer de que la sociedad española está normalizando una situación patológica del Poder Judicial que, de seguir agravándose, puede comprometer –si es que no lo ha hecho ya– el orden constitucional, la separación de poderes, la independencia judicial y, con ello, el adecuado funcionamiento de todo nuestro entramado institucional.
A base de normalizar un agravio tras otro, podría llegarse a pensar que no pasa nada. No quiero parecer tremendista... pero sí que pasa.
Sí que pasa cuando se cuestiona el valor de nuestra Constitución como fundamento de nuestra convivencia; cuando se devalúa su valor normativo; o cuando se intenta erosionar la legitimidad del Poder Judicial mediante acciones que cuestionan la separación y el equilibrio de poderes.
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Sí que pasa cuando, hace ahora un año, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) tuvo que dimitir ante la falta de atendimiento de sus reiterados llamados al cumplimiento de los plazos legales para la renovación del Consejo.
Sí que pasa cuando los partidos políticos condicionan y subordinan el cumplimiento de la ley que ordena dicha renovación a sus propios intereses y agendas partidistas, bloqueando indefinidamente esa renovación o privando al Consejo de sus competencias más esenciales.
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Sí que pasa cuando, como consecuencia de todo ello, el Consejo General del Poder Judicial ha tenido tres presidentes en solo un año y se ve obligado a funcionar con solo 16 de sus 21 miembros.
Sí que pasa cuando, como resultado de ese doble bloqueo, el Tribunal Supremo se ve privado de un 30% de sus magistrados. Cuando cientos de sentencias quedan sin dictarse y miles de ciudadanos se ven abocados a esperas insoportables para obtener el amparo judicial que promete nuestra Carta Magna.
Sí que pasa cuando decenas de cargos judiciales repartidos por todo el territorio nacional están –también en nuestra Región– vacantes o con sus mandatos vencidos desde hace años.
Sí que pasa cuando cargos políticos confunden la legítima y ponderada crítica, propia de todo sistema democrático, con la descalificación grave, burda e indiscriminada a la Judicatura, llegando al insulto personal tan pronto perciben que los autos y sentencias no les son favorables o ponen en evidencia las consecuencias no queridas de determinadas reformas legales.
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Sí que pasa cuando con todo ello se genera –si es que no se busca– el desprestigio, la sospecha y el desapego ciudadano a nuestros tribunales y a los miembros del Poder Judicial.
Llegados a un determinado punto de deterioro institucional y de desafección ciudadana, se entra en riesgo de constituirse en un Estado fallido. En su libro 'Cómo mueren las democracias', Levitsky y Ziblatt advierten de que el Estado de derecho no viene dado; que los derechos y las libertades no se defienden ellos solos; y que, a partir de un punto de deterioro institucional, un Estado puede llegar a desmoronarse. La parada intermedia de ese trayecto es la de las «democracias imperfectas», aquellas que no aciertan a fortalecer sus instituciones y que fracasan en la separación de poderes. Una situación que ya aquí y ahora nos resulta familiar.
Como recuerda el profesor Daniel Innerarity, la democracia es fuerte justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder en cada momento sino, fundamentalmente, del sutil entramado institucional en que se sintetiza una inteligencia colectiva. Esa constelación institucional en la que un conjunto de experiencias ha cristalizado en estructuras, procesos y reglas que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica. Una inteligencia que no está en las personas, sino en los componentes constitutivos del sistema.
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De ahí la necesidad de cuidar con esmero ese entramado institucional, en el que el Poder Judicial ocupa una posición clave. Nos va mucho en ello. A todos.
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