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Me gusta escribir estos artículos, lo reconozco. Me gusta el vértigo que supone enfrentarme a ello, obligarme a mí mismo a bucear en el lenguaje, escoger los temas, encontrar las palabras precisas. Es un ejercicio, digamos, terapéutico. Y me gustan, especialmente, las metáforas, ese recurso literario en el que se sustituye el sentido de los términos con una finalidad estética. Seguramente es uno de los rasgos que delatan mi profesión, porque la publicidad es eso, un juego constante de metáforas, el salón de belleza de la cotidianeidad.
Pero la metáfora es tramposa, una especie de escudo protector, de salvavidas, que te permite expresar emociones sin tener que exponerte demasiado. Desnudarte solo a medias. Como hoy.
Imaginen una orquesta formada por 170.000 millones de músicos. Sí, ya sé que son muchos músicos, pero imaginen, por favor. Todos ellos tienen el don de hacer música, de interpretar, la Misa en Si menor de Bach, el Requiem de Mozart, la Séptima de Mahler, o lo que sea que se propongan.
Imagínelos en un auditorio, acelerados, nerviosos ante la responsabilidad.
Imaginen la colección de instrumentos: flautas, clarinetes, trompetas y trombones. Timbales, triángulos. Por supuesto, violines y violas. Violonchelos, contrabajos, arpas, y unos cuantos pianos.
Pongamos un millón de pianos, por ejemplo.
Imaginen que los músicos no tienen claro dónde han de colocarse, ni idea de lo que han venido a tocar, y que las partituras que sostienen los atriles están en blanco.
Imaginen que al frente de tan majestuosa y caótica orquesta, no hay director. Que ha huido, asustado, aterrado, ante la idea de enfrentarse a semejante reto.
Imaginen que, a pesar de todo, los músicos se ponen a tocar, como poseídos por una pulsión irremediable. Cada uno como quiere, sin previo aviso.
Nada de mensajes que anuncian que «faltan cinco minutos...». Nada que nos permita adivinar, prepararnos para el torrente.
Imaginen todo el glosario de terminología musical, fundido en una misma melodía.
Adagio, agitato, bárbaro, cappricioso, con dolore, dissonante, dolcissimo, drammatico, enérgico, enfático, feroce, impetuoso, improvvisato, lacrimoso, mezzoforte, ostinato, passionato, strepitoso, subito, veloce, vibrato, vivo. Vivacissimo.
Imaginen la reacción del público. A ustedes mismos, enfrentados a lo que podríamos denominar el Himno de la Anarquía.
Algunos se levantarán, airados, indignados, y abandonarán el recinto escandalizados. Otros silbarán, patalearán e insultarán, añadiendo más y más ruido al ambiente. Muchos se reirán de los músicos, pensando que son una panda de lunáticos, caprichosos e insurrectos. Mano dura con ellos, dirá la mayoría.
Imaginen que, de repente, –como en las películas–, uno de los músicos, angustiado ante la situación, logra elevar su voz por encima del ruido, y grita «¿hay algún director de orquesta en la sala?».
En los aviones siempre hay un médico, ¿por qué no podría haber un director de orquesta en un auditorio?
Imaginen que entre el escaso público que aún queda, se levanta alguien y se dirige al escenario, con decisión.
Imaginen que ocupa el lugar que le corresponde, frente a la orquesta, ajeno al público y sus reacciones, haciendo de tripas corazón, apretando los dientes, y comienza a dar indicaciones, a ordenar la posición de los músicos.
La percusión al fondo. Delante del todo, las cuerdas. En el medio, los vientos, el arpa y el millón de pianos.
Imaginen que, poco a poco, el caos se va ordenando, que el ruido estrepitoso y violento se calma, se torna melódico, rítmico... y de repente, en aquel fastuoso auditorio, empieza a sonar el Himno de la Alegría.
Imaginen que, en vez de músicos, les hablo de células y neuronas. Que el escenario es un cerebro, y los instrumentos se llaman córtex, prefrontal y ganglios basales.
Imaginen que les estoy hablando de TDAH, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad que afecta a más 150 millones de niños y jóvenes en el mundo.
Cuesta imaginar, pero un día, créanme, la vida te pone ante el reto de dirigir la orquesta. Y entonces, ya no te puedes agarrar a las metáforas, tan solo al amor que todo lo puede.
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