Mi hijo juega en el parque. Llega otro niño y le dice «alto, no puedes pasar por aquí porque eres un pirata». Con toda naturalidad, Nacho acepta el guion que le acaba de ofrecer un desconocido y empieza la ficción. Se persiguen, se tutean antes ... de saber sus nombres, se olvidan de que venían acompañados de padres y madres. Interrumpen el juego para el avituallamiento y con prisa terminan el bocadillo para volver a zambullirse en su juego de identidades. Si le preguntas a Nacho qué es lo que más le gusta hacer, te responderá que jugar.
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Cuando pasamos al espacio de la adultez nos convertimos en guionistas experimentados e incorporamos a nuestras ficciones diarias elementos más sofisticados. Aquel juego de invención de personajes de la niñez introduce factores complejos que mercantilizan la lúdica. Nos asignan, buscamos y aceptamos ámbitos de actuación amplios (familia, trabajo, espacio público) donde intercambiamos categorías (padre, profesora, concejal, senadora) de distinto alcance y caducidad. Aprendemos estrategias que son máscaras para los diferentes espacios que ocupamos a diario. Estas continuas negociaciones y confirmaciones de roles, expresiones directas de una necesidad o reivindicaciones subrepticias necesitan de nuestro ingenio y consumen nuestra energía.
Sobre esta dramaturgia que desplegamos en nuestra vida cotidiana investigó el sociólogo Erving Goffman. Resulta muy sugerente leer las descripciones tan minuciosas que ofrece de escenas cotidianas tan familiares. Ofrece el ejemplo, ya clásico, de aquel estudiante sentado en primera fila que dedica tanto esfuerzo en mostrar al profesor que está atendiendo a la lección, que no es capaz de entender nada de lo que explica el docente. El alumno está tan dedicado a su 'fachada' que se agota en lo aparente sin posibilidad de procesar intelectualmente lo que se le explica. Y es que nuestro repertorio de ficciones necesita de elementos simbólicos que consumen nuestra batería. Invertimos mucho tiempo en perfeccionar trucos para el arte de socializar y seducir para conseguir.
El humorista Ignatius Farray dice que solo se siente cómodo cuando está en el escenario, que lo que realmente le cuesta es vivir. No sé si Ignatius lee a Goffman pero me parece que completa sus presupuestos. Y es que durante el tiempo que dura una actuación (por la que el público paga una entrada) se entra en un espacio de tregua social. Se trata de una ficción reconocida y aceptada por todos los participantes donde se desconecta el piloto automático con el que solemos escanear a 'los otros' y, sobre todo, a nosotros con respecto a los otros. Todos los participantes entran en la misma ficción, como Nacho cuando juega en el parque con desconocidos que son amigos durante una hora. Ese 'vivir' al que se refiere Farray, y donde parece moverse con torpeza y ansiedad, podría llamarse ficción-real, o ficciones en plural. Por su parte, el escenario de su comedia, donde solo cabe la desinhibición y prescindir de usos culturales, lo llamaré ficción-ficción.
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Puede que el origen de alguna de nuestras neurosis provenga del hecho de confundir ficciones. Recuerdo la anécdota que me contó hace poco una amiga, y que tiene que ver con esto de mover escenarios. Resulta que un profesor que le había dado clase años atrás, y con quien guardaba una buena relación, le vendió su coche. A las pocas semanas, el coche empezó a dar problemas y mi amiga llamó a esta persona para preguntarle qué podían hacer. Al parecer, este antiguo profesor, una persona afable y pretendidamente generosa, le dijo que el trato ya estaba hecho y que no le viniera con reclamaciones. Mi amiga no me lo contaba con pena, mucho menos con decepción, ya que entendía que había pasado a conocer otra dimensión íntima de su profesor: su escenario económico-doméstico, que no tiene que corresponder con su rol en las aulas. La culpa no es del vendedor (ya no lo llamaba profesor), el problema lo tengo yo si no soy capaz de entender que son dos personas distintas, me acabó diciendo.
De estas cosas hablo con mi amigo Gilabert mientras comemos juntos. Me escucha con atención y hace gestos que me despistan. Arquea una ceja, se rasca la barba y mira mi plato. En cualquier momento atacará, me desmontará este castillo de naipes. Dirá que bueno, que vale, que como divertimento está bien, que a los investigadores sociales nos encanta especular y hacer de nuestras proyecciones asuntos universales. Provoco un silencio dramático que le pasa el turno de palabra ineludiblemente. Se vuelve a rascar la barba y mira mi plato: «¿Te vas a comer ese trozo de pizza?».
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