La alicantina Olivia Martínez Giménez de León, presente estos días en la Feria del Libro de Murcia, dice que cuando el río pasa por su ... cuerpo, ella es el río: «Cuando el viento hace crujir las palmeras, yo soy el viento. / Cuando la noche nos convierte en ciegos, yo soy la noche. / Se escapó un cordero antes de la matanza, se ha camuflado entre los arbustos secos del otoño. / Desde que nos escondimos han pasado cuatro lunas. / Cuando los otros se van, somos los otros». 'Los años del hambre' (Candaya, 2022), editado en Avinyonet del Penedès (Barcelona), por los incansables Olga Martínez y Paco Robles, es una suma de dolores transformados con el tiempo en un beneficio social. Dice Agustín Pérez Leal ('Tú me mueves', 'Vaciad la tierra') en el prólogo que esta obra está ungida de «nítida hermosura». «Muerde y atraviesa. Querámoslo o no, nos concierne», avala Pérez Leal, a quien la lectura de estos poemas que son «hogueras en su cénit» le hace pensar algo ciertamente célico: «Quienes leemos somos quizá la yegua en celo; y en las escenas de caza nos trasvasamos: somos el predador voraz, somos la pieza». ¿Hasta qué punto jugamos a ser una cosa u otra?
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Leer 'Los años del hambre' es como atravesar los postigos de una ciudad prohibida. Aparece ya en el principio el latido del frío para darnos un aviso, que un cuerpo muta, todos lo experimentamos. Los primeros sucesos inconfesables, las urgencias de la edad, lo que cada uno calla y alguna vez tiene que verbalizar, el estupro («si alguien se come tu placer, creces partida»), la promesa, la fragilidad de una niña que solo está a salvo en su caligrafía, el desasosiego como forma de funcionar, vivir confundiendo la cura y el horror...
Es muy valiente Olivia Martínez dando a los lectores esta historia tan agarrada a ella, aunque tan universal, porque hay muchas rabias nutridas con infancias y adolescencias partidas. A veces nos reconocemos en ese «animal varado» del que habla la poeta. También «en la carencia y en el gemido», como los que solo tienen hambre, los que están hoy y mañana no estarán. La ansiedad con la que hoy nos relacionamos hace que el suelo que pisamos sea lo más parecido a una cama elástica: en esos meneos que nos da la vida confundimos tórtolas con mariposas, alteramos el sentido de las cosas (no sabemos besar), los nombres –al igual que los hombres– ya no nos dicen nada («no sé quien soy», Idea Vilariño). Si por algo quedan estos versos un tiempo en la psique del lector es porque nos sirve para preguntarnos por qué nos cuesta tanto vernos a veces. Flores que sangran. Y cuerpos con memoria.
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