Hace 40 años, Stephen Stigler indicó que «ningún descubrimiento científico recibe el nombre de quien lo descubrió en primer lugar». Es la denominada Ley Stigler. De hecho, este mismo profesor de Chicago aceptó que la ley que lleva su nombre ya la había promulgado previamente otro colega, Robert Melton. Observaron que algunos descubrimientos se atribuyen a los investigadores o creadores que son más famosos o más conocidos, y el nombre del verdadero autor, aunque posteriormente se dé a conocer, queda en la sombra ante la falsa autoría. Cuando se refiere al género femenino, históricamente han existido prejuicios para reconocer los logros científicos de las mujeres, y así ha sido durante siglos y en todas las disciplinas. Es el 'efecto Matilda', término acuñado por Margaret Rossiter, en 1933, que toma el nombre de Matilda Joslyn Gage, quien, en 1870, publicó el libro 'La mujer como inventora'.

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Los Premios Nobel son un indicativo de esta realidad y, en 120 años, solo han sido premiadas 58 mujeres frente a más de 870 varones. La primera mujer galardonada fue Marie Sklodowska Curie (que lo fue dos veces, Nobel de Física en 1903 y Nobel de Química en 2011). Aunque es cierto que el número de Premios Nobel a mujeres ha aumentado en los últimos 30 años y que, desde 1991, se han otorgado el 55% de los Premios Nobel a mujeres, no obstante, siguen polarizados en modalidades relacionadas con humanidades: 17 mujeres han sido Nobel de la Paz, 17 en Literatura, 12 en Fisiología y Medicina, 9 en Química, 5 en Física y 2 en Economía. La mayoría de estas mujeres no lo tuvieron fácil, pero han dejado su estela. Rompieron clichés sociales en épocas en las que su trabajo no estaba bien visto y, con sacrificio, trabajo y determinación, perseveraron y lo lograron.

Indudablemente en el siglo XXI la situación ha cambiado. Ahora la investigación científica de mujeres está más valorada y reconocida, al menos en los países más industrializados. Sin embargo, queda mucho camino por recorrer, ya que para que su excelente trabajo fructifique, las mujeres deben superar obstáculos que muchos varones no tienen que enfrentar, sobre todo de conciliación de la vida familiar y laboral. Con el esfuerzo y la perseverancia de las que nos han precedido hemos escalado algunos peldaños, pero somos conscientes de que no se ha conquistado la igualdad real. A las galardonadas con el Nobel que son mujeres científicas de referencia, como modelos y como mentoras, cuando se les pregunta todas indican que desearían ser inspiración positiva para que aumenten las vocaciones científicas en las jóvenes.

¿Y qué es la vocación? La definen como «la inclinación o interés que una persona siente en su interior para dedicarse a una determinada forma de vida o trabajo». En la ciencia, cuando una persona tiene vocación científica y puede dedicar su tiempo laboral a ella, al saciar su curiosidad encuentra un placer intelectual que le llena de emoción: es la satisfacción que se retroalimenta cada día y que le proporciona energía para seguir adelante a pesar de las dificultades. Pero la realidad actual es que para las mujeres siguen existiendo murallas transparentes que les entorpecen su progreso. No es solo el techo de cristal para alcanzar puestos de toma de decisiones, es enfrentarse a una escalera con peldaños demasiado altos y que, además, se ha de escalar con cargas adicionales no compartidas por los varones.

En el siglo XXI, sigue siendo preciso incentivar el trabajo sacrificado de las jóvenes científicas para que no abandonen la carrera y que, a pesar de las dificultades, perseveren en su empeño. Desarrollar vocaciones científicas en las niñas es preceptivo, pero hay que allanarles la escalada de la carrera científica. A corto plazo, los premios a sus resultados son un estímulo, como los Premios Lyceum a Jóvenes Investigadoras de la Región de Murcia que se entregarán el 11 de febrero. A largo plazo, programas de formación en el respeto permitirían desarrollar las potencialidades de todos los individuos, independientemente de su sexo/género. Hay que empoderar a las niñas, pero no servirá de nada si no se conciencia también a los niños. Los planes educativos, desde la primera infancia, deben instruir en corresponsabilidad a niños y a niñas. Que en sus cerebros se grabe y se codifique el reparto equitativo de obligaciones, que tienen las mismas capacidades y pueden conseguir las mismas metas en todos los ámbitos. Y en el futuro, ese cambio de conducta lo transmitirán de forma natural a las siguientes generaciones.

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Pueden pensar que es una utopía que surge de una imaginación creativa e ingenua que busca el ideal, pero creer y trabajar por ella contribuirá a conseguirla. Si ahora estamos aquí ha sido gracias al empeño de mujeres que creyeron y trabajaron previamente por esa misma utopía.

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