Han cobrado actualidad noticias acerca de dudosos trasiegos de difuntos con países de nuestro entorno, en coincidencia temporal con actividades sobre prácticas comerciales con cadáveres destinados a la enseñanza en algunas facultades de Medicina, en concreto en la cercana Valencia y en la prestigiosa escuela ... médica de Harvard. Se trataría de hechos que parecen desenterrados –valga la expresión– de tiempos pretéritos, oscuros, con la pátina de sensación tétrica, macabra, un tanto siniestra –susurrada en voz baja– que depara la muerte, como cuanto rodea al acontecer funerario. Esta percepción lúgubre se encuentra en transformación evidente, al ritmo de los cambios sociales, cuando las manifestaciones de duelo en mortuorios, entierros o incineraciones han evolucionado hacia expresiones comedidas de desconsuelo, íntimas, asociadas a los lazos personales con el difunto. Así se percibe al compás de modas y costumbres sobre unas manifestaciones sociales perpetuadas desde el romanticismo, con su cortejo de aflicciones en un contexto para expresiones de desconsuelo sublimadas de evocación y recuerdo. A este cambio sutil, pero evidente, ha contribuido la gestión del hecho de fallecer y su inmediata gestión trasladada a salas de los hospitales y modernos tanatorios en funcionales salas asépticas.
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De suerte que las turbulencias ahora apuntadas respecto a los cadáveres rememoran escenarios que nos trasladan quizás al siglo XIX, en los que el robo de cuerpos de fallecidos recientes era una dedicación con la que se obtenían pingües beneficios económicos. Hurtos llevados a cabo por los conocidos como 'resurreccionistas', en su acepción inglesa, término no recogido en el diccionario de la lengua española. Tan lucrativa actividad podemos imaginarla en atmósferas brumosas de cementerios de los que, entre el vaho, surge la figura de un buhonero, tocado con sombrero de copa deshilachado, abrigo raído y mitones, con un saco cargado a la espalda, en camposantos situados en Londres, Mánchester o Edimburgo. La finalidad en esa época era la de proveer material para estudios anatómicos y disecciones quirúrgicas experimentales, en una suerte de negocios turbios que incluso condujeron a la práctica de asesinatos famosos. Unos pillajes de los que se apropió la imaginación –como una extensión de la vida– recogidos en relatos de ficción magistrales, entre otros por Dickens, Conan Doyle o Robert Louis Stevenson. Obras con su correlato moral en las que el bien se opone a desventuras e infelicidad en contextos sombríos y lacrimógenos, ante actitudes deleznables. Pero las oportunidades de negociar, incluso con algo tan sagrado como el cuerpo humano inerte, parece que no conocen trabas. En una finalidad que se nos escapa, puesto que la donación y el manejo de cadáveres destinados a la enseñanza de la anatomía humana se trata de una práctica regulada por la legislación, en una dedicación controlada por los departamentos de salud pública comunitaria que disponen de una sección específica sobre policía mortuoria para regular todas las actividades que les son propias respecto a la gestión de los cadáveres, como sus traslados y la supervisión de los cementerios.
Semejantes prácticas sobre los cuerpos o algunas partes de fallecidos suponen un flaco favor para quienes deciden de manera voluntaria donar sus cuerpos, en un acto desinteresado de altruismo, no tan infrecuente como cabría suponer por el considerable número de donantes altruistas, con la loable intención y finalidad de favorecer al prójimo. Donan su cuerpo material a disposición de estudiantes e investigadores en aras al progreso de la ciencia, con un elemento material inigualable para adquirir experiencia trasladable a sus futuras ocupaciones sanitarias. La visión panorámica de las salas de disección, dispuestas las mesas de mármol de forma armónica, con los cadáveres inertes, causa un impacto notable. Al igual que el olor característico del formol que impregna el ambiente. Constituye una experiencia vital formidable, inigualable, grabada a fuego en la memoria de forma indeleble sobre un grupo de adolescentes asombrados, ante la mesa de disección, ante un cadáver correspondiente, objeto de atenciones diarias durante los primeros años de estudio de la medicina. Con enorme respeto, no exento de ciertos temores iniciales, los estudiantes acceden a desentrañar de forma concienzuda y paciente con bisturíes, pinzas y escalpelos su cuerpo para reconocer sus entrañas. Nada comparable esta realidad a los simuladores por precisos que sean. Dicho sea, para no versados sirva de ejemplo el color similar de las distintas partes del cuerpo; sin paralelo con las imágenes coloreadas de grabados y láminas virtuales, en las que las venas son azules, las arterias rojas y los nervios blancos. Aquí es indistinguible, todo se reduce a un gris y ocre. Filántropos con el respeto que merecen al donar su cuerpo sin percibir compensación alguna, con el deseo implícito de ayudar a los demás. En una lección moral impagable.
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