La incapacidad para conciliar el sueño y dormirse, con el duermevela e insomnio consiguientes, afecta cada vez a un mayor número de personas. Tras un insistente empeño –desasosegados, inquietos en una infructuosa pretensión para desconectar el estado vigil de la conciencia–, tras acomodar la cabeza ... sobre la almohada y adoptar una postura corporal ideal sobre el lecho, sucede que, sobre la acción de entregarse al sueño, reiterada, tan cotidiana y sencilla, inciden múltiples factores que juegan en su contra. Las circunstancias diurnas, con su carga de incitaciones del ambiente, luminosas, térmicas, sonoras, con el consumo de sustancias estimulantes varias y el estrés habitual que depara el hecho de vivir, activan diversas hormonas que actúan sobre sensibles neuronas cerebrales reguladoras encargadas del ajuste del delicado equilibrio de la cronobiología del organismo, el reloj biológico del que dependen los estados de vigilia y sueño. En el caso de alterarse esta armonía biológica, como sucede privados de un necesario sueño reparador, se hace presente el insomnio. Como remedio, se recurre a los somníferos, con un consumo de medicamentos hipnóticos para inducir el sueño y regular esta anomalía fisiológica que sitúa a nuestro país en el primer puesto mundial.

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Esa estabilidad entre vigilia y sueño puede alterarse de manera voluntaria, alterando su duración, que resulta esencial para el buen funcionamiento del organismo humano. En dormir se invierten un número de horas, con una duración variable en relación con la edad. En el cómputo global se destina a este desempeño casi un tercio de la existencia o al menos así debería ser. Se duermen muchas horas durante la infancia, bastantes menos en la senectud. De más a menos, cuando lo mínimo aconsejable sería como mínimo unas seis horas y media diarias, para no exponerse a riesgos de salud. No obstante, la duración de esta desconexión del estado de vigilia consciente mengua sin tregua, determinada por los avatares del estilo de vida actual. Lo fácil es robar horas al sueño para solventar asuntos que no admiten en nuestra consideración demora o para el ocio nocturno, reduciendo ese tramo horario de reposo corporal. Periodo al que, como aprendimos en la escuela, cabría dedicarle ocho de las veinticuatro de cada jornada. Con ese tercio asignado de manera ideal para cada ocupación: trabajo, diversión y sueño. Pero las cosas ciertamente han cambiado, sin visos de una vuelta atrás, hacia tiempos pretéritos que más parecen una lejana utopía... Hasta no hace tanto, la oscuridad nocturna con todas sus connotaciones propiciaba el recogimiento y el cobijo domiciliarios, algo en la actualidad inusual, propiciado por necesidades laborales como por una desmesurada oferta de entretenimiento, sin límites horarios. Es palmario un creciente tropel de gente despierta durante la noche, trabajando o en reuniones sociales y festivas. Desvelo ocioso al que añadir horas invertidas ensimismados con divertimentos en todo tipo de pantallas, entretenidos hasta altas horas de la madrugada.

Las cosas han cambiado, sin visos de una vuelta atrás, hacia tiempos pretéritos

Ahora ha saltado a la palestra este problema, a propósito de los horarios nocturnos de determinadas profesiones para conjugar la necesaria actividad laboral con el ocio nocturno. Es imprescindible permanecer desvelados en muchas ocupaciones para el buen funcionamiento de la comunidad, obvias en servicios de socorro, urgencias o policiales. Un control horario que ha suscitado la polémica habitual, en esta compleja simbiosis entre partidarios de regular ciertas actividades como la restauración y quienes se muestran reacios ante cualquier restricción y consiguientes medidas sobre el modo y manera de distribuir el tiempo libre. La premisa de dormir unas horas durante cada jornada está en el núcleo del correcto funcionamiento del cuerpo humano. Su modificación, en concreto su merma, es clave para evitar complicaciones derivadas de la falta de sueño, como el insomnio que deriva al despertar en falta de concentración, cansancio, escaso rendimiento en el trabajo y la posibilidad aumentada de despistes, fuente de accidentes laborales y de tráfico. Falta de sueño reparador vinculada estrechamente a trastornos de la respiración. Como en la frecuente apnea obstructiva que requiere usar aparatos para dormir o los psicofármacos. O los ronquidos, uno de los motivos más sorprendentes, aunque en absoluto despreciable, de acuerdo con las estadísticas norteamericanas, de los problemas de relación entre parejas. Actividades nocturnas que, aparte de los contratiempos de salud, conllevan innumerables problemas sociales con ruidos que impiden el descanso ajeno, como los actos violentos. Enmarcados estos disturbios del sueño, como ya señala el ingenioso hidalgo, con su desmesurada lectura de libros de caballería: «Se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio». Amén.

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