En este periodo dado a formular con convicción propósitos de cambio, podríamos remedar al sonsonete de la popular escoba «cuántas cosas barrería...». Un deseo de enmienda que, aplicado de modo caprichoso a útil tan simple como el martillo, llevaría a considerar cuántas cosas rompería, ante ... la confusión reinante que nos atosiga. Una introspección de intenciones bien reconducida hacia su envés, cabría sostenerla en sentido eficaz, positivo, provechoso. Con reflexiones a partir de un simple martillo, uno de los útiles esenciales de la capacidad diseñada por la mente humana para adaptarse a condiciones adversas. Hablamos, en pobre resumen, de la rueda, el arado, las poleas, y tantos otros utensilios que han servido para este fin. Desde la aparición de la especie humana el instinto de supervivencia ha determinado sus afanes. Enfrentada a un entorno hostil, ha necesitado imprescindibles acciones para adaptarlo a condiciones crecientes de abrigo y procura de alimentos. En una diferencia sustancial respecto a los animales, incitados de modo instintivo a adecuarse al entorno en el que se desenvuelven. De modo que nos encontramos ante la disyuntiva entre desarrollo y preservación, impelidos por la necesidad de imprescindibles cambios sobre hábitos sociales adquiridos. Como señala Philip Bloom en 'El motín de la naturaleza', «los seres humanos y sus sociedades no están al margen ni por encima de la naturaleza, sino que están dentro y dependen de ella. La distinción entre naturaleza y cultura no tiene validez. Por lo que la naturaleza obliga a la civilización a adaptarse a los nuevos retos».

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La explotación de los recursos naturales –acrecentada gracias a la imponente capacidad técnica desplegada para satisfacer la imparable demanda en un mundo superpoblado– ha propiciado cambios sustanciales y alterado profundamente la Naturaleza. En una lenta y progresiva modificación para satisfacer las condiciones de vida humana, los útiles han sido clave esencial, como ejecutores de la capacidad de la mente humana para adaptarse a condiciones adversas. Como el martillo señalado, una manufactura destinada a transmitir la fuerza a través de una extensión del brazo, siguiendo las órdenes precisas del cerebro. Inmersos en el esplendor tecnológico, aventurar siquiera una modesta alabanza de semejante artilugio, tan sencillo, parece osadía condenada a la irrelevancia. Sin embargo, nada más lejos de esta supuesta menguada consideración. Es un ingenio que, con diversas variantes ha transitado la evolución de la humanidad desde la prehistoria –cuando a una piedra de sílex se le ató con cuerdas o bridas un mango– hasta los astronautas, en su paseo por la superficie lunar. Con desiguales variantes, pero manteniendo en lo esencial su formato original: un cabezal de diversos metales, madera o goma y un mango para aferrarlo. Quizás por este valor que le atribuimos, su papel simbólico ha sido destacado en las más variadas culturas. Véase en la mitología griega el martillo de Hefesto o la fragua de Vulcano; en la germánica el martillo del dios Thor. En manos de hábiles artesanos todo un conjunto de picapedreros, albañiles, carpinteros y un sinfín de actividades que se ejecutan a través de la energía y presión transmitida por los impulsos mecánicos del brazo. Incardinado asimismo entre los atributos de la justicia señalando el mazo de madera el comienzo y el fin de los juicios, como señal inequívoca de autoridad. No menos alegoría reviste asociado a la hoz –definitoria del proletariado agrario– mientras el martillo es emblema de la clase obrera, en su vertiente industrial. Con alguna curiosidad como la manera de certificar la muerte de los papas, golpeando el cardenal encargado tres veces la frente para certificarla. De puntal en la cultura en manos de eximios escultores, transmitiendo por medio del escoplo impulsos creadores para hacer aflorar desde informes bloques de mármol o madera, excelsas esculturas.

Sin desdeñar su función en la medicina, en la ortopedia sobre la cirugía de los huesos. Y con menos raigambre que el estetoscopio en otros tiempos como símbolo del médico, para explorar los reflejos del enfermo, con un correcto y juicioso empleo. Ahora prácticamente desaparecido de las batas médicas, en ese progresivo relegar instrumentos eficaces en la imprescindible aproximación tradicional entre el médico y el enfermo, velozmente sustituida por la tecnología rampante.

En esa encrucijada entre progreso y conservación de lo natural, es complejo conjugar los avances con las renuncias

En esa encrucijada entre progreso y conservación de lo natural, resulta complejo conjugar los avances con las renuncias. Si no imposible, sí difícil, abrumados por proclamas y engoladas declaraciones programáticas, como las habidas en la reciente conferencia sobre el clima de Dubái, con espinosos consensos entre economía y sostenibilidad. Queda el recurso a persistir en pequeñas acciones individuales. Como simboliza el martillo, que permite realizar desde cuestiones de supervivencia elementales, hasta grandes realizaciones artísticas. O para preservar la salud.

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