La concesión del Premio Nobel de la Paz a los supervivientes de la explosión nuclear de Hiroshima y Nagasaki supone un merecido reconocimiento a la vez que una necesaria advertencia. Instalados en el desasosiego ante las veladas amenazas del uso de estas armas por los ... conflictos actuales en el que andan enzarzadas potencias con capacidad nuclear, sobrecogen las duras y aterradoras imágenes sobre las consecuencias de una deflagración nuclear. El recuerdo de los supervivientes testimonia el horror y la desolación ante la capacidad destructiva de estos mortíferos engendros del mal, encarnado en la bomba atómica. En una energía que, en su anverso, procura innegable beneficios, como tratar enfermedades.

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Como lenitivo de la inconcebible capacidad humana para perpetrar muerte y destrucción emergen brotes de esperanza, simbolizados como resulta tópico señalar en el color verde. En este caso un aspecto quizás tangencial pero que suscita deseos de humanidad y de que la cordura es posible como en sentido figurado muestra el renacer de la naturaleza. Como contrapartida, en el escenario de desolación y muerte de las ciudades japonesas bombardeadas, emerge la prodigiosa persistencia de decenas de árboles centenarios que sobrevivieron a la explosión nuclear en Hiroshima y Nagasaki. Se trata de excelsos ejemplares que, con ese peculiar y extraordinariamente desarrollado sentido de educación cívica, tan arraigado en la sociedad japonesa, merecen todo su respeto. Su exquisita sensibilidad, la delicadeza de trato, formas de relación y educación impregnan aspectos como el modo de designar las cosas. Así, se refieren a estos árboles, como 'hibaku jumoku', cuyo significado hace referencia al concepto de árbol bombardeado. No alcanzan, ni se atreven, por considerarlo una osadía, a calificarlos como supervivientes, por respeto a las personas que siguieron con vida después de la explosión. De manera que estos sobrevivientes ahora galardonados se les reconoce como 'hibakusha' (expuestos a la bomba). Árboles modelo de fuerza que poco tiempo después de la explosión rebrotaron con ejemplares de diversas especies, en los que predomina el Ginkgo biloba, un árbol de profundo significado, reconocido además por sus propiedades medicinales. Como otros emblemas de ese rebrote vital de la floración perpetua, cerezos, albaricoqueros, caquis, sauces llorones, ficus gigantes, adelfas, laurel y pino negro. Su persistencia y visión expresarían en el sentir japonés más que las palabras, la paciencia de la esperanza y la necesidad de paz y reconciliación. El verdor de la naturaleza resulta gratificante a la contemplación con innegables ventajas para la salud, tanto física como del espíritu.

Una lucha por conservar árboles y bosques sometidos a desgaste por la acción humana en la sempiterna remodelación urbana. Como por la inmisericorde sequía deparando una penosa visión cromática, desoladora, como sucede por infortunio ahora en masas boscosas de nuestra comunidad. Un arboricidio desgraciado cuando no por la mano miserable de pirómanos, necesitados de años de cuidados para su desarrollo. Su presencia aporta serenidad, como beneficioso es el oxígeno que destila el verdor de sus hojas, eliminando carbónico. Qué podríamos apuntar de la sombra anhelada en sofocantes y luminosas jornadas, en entornos abocados a la persistente radiación solar. Su parapeto vegetal brinda una eficaz barrera frente a la perniciosa acción de los rayos ultravioleta del sol, moderando su impacto sobre la piel.

'Sombras nada más'. Y nada menos. Arbolado como señal de vida activa, presente, feraz, anhelado su arraigo en territorios como el nuestro dónde el verde vegetal es una bendición, casi milagrosa, si se exceptúan zonas en las que una leve corriente de agua depara vergeles significativos, como cantaba con emocionado lirismo José María Galiana. No menos gratificante es la imagen de postal que depara esta temporada fugaz, perecedera, de cambios cromáticos en arboledas en periodo otoñal.

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No se atreven, por considerarlo una osadía, a calificarlos como supervivientes, por respeto quienes siguieron con vida

Acostumbrados nuestros ojos a la visión cotidiana de extensiones terrosas de ambiente casi desértico –sin el casi– fracturadas por pedregosas ramblas, en las que de tanto en tanto se atisban entre resecos y áridos páramos algunos exiguos matorrales de raíces aferradas al terreno. Cuando no por arrogantes palmeras, algarrobos, olivos o almendros ejemplares asimismo de una extraordinaria e insólita resistencia, cada vez más claudicantes, en precario en amplias zonas del territorio por la sequía extrema, en este por infortunio peculiar régimen de lluvias, que depara visiones ocres en resecos parajes, tachonados por esmirriados matojos verdes. Otro ejemplo admirable de firmeza por los desafíos del clima, gratificados por las miserables gotas de lluvia que pueden acaparar a lo largo del año.

Con el espejo de sus congéneres japoneses, obstinados frente a la irracionalidad humana, la conservación protección y cuidado se torna obligación ineludible, por civismo, depara réditos intangibles, como fuentes reales de bienestar presente y futuro. Similares en su arraigo con los invulnerables árboles del Japón.

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