Las vidas se parecen. ¿En qué? En dos hechos inevitables: todos nacemos, todos hemos de morir. Entre medias, una gran incógnita. Puntos y comas, puntos ... aparte y puntos suspensivos. Esto nos lleva tiempo comprenderlo. Y sobre todo esto va 'Stoner', la gran novela del norteamericano John Williams, que aprovecha lo más fútil de nuestra existencia, para hacernos ver que cada cosa, incluso el detalle más imperceptible, sirve para empoderar o destruir a cualquier ser humano.
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Doy las gracias al periodista Antonio Arco por pensar que yo debía conocer esta historia, leerla con y por gusto –¡y qué placer más extraordinario! e incorporar a William Stoner a mi propio imaginario sentimental, pues es cierto que este personaje tiene un poco de cada uno de nosotros. Vividores al fin y al cabo, pero no en el sentido de vivir a expensas de los demás –que también los hay, gente que se arrima por conveniencia, a los que la RAE llama «aprovechados, parásitos, vivales, gorrones, sablistas, frescales, sacacuartos o abusadores»–. Yo me refiero más bien a la acepción de gente laboriosa que busca modos de vivir. Y que procura abrazar la ética, que vive sin esperar nada, sin desear esa cosa que llaman con exageración «felicidad». Y que no cultiva ni busca la adulación gratuita, que rehúye la complicación, que no quiere ser un estorbo, que reclama algo a lo que cree tener derecho, que no arroja de sí violentamente algo que tiene dentro sino que mide las consecuencias de sus actos, estudia las soluciones cuando surge un problema y elige conciliar en vez de distanciar.
No, William Stoner no es el Papa, sino un estudiante de la Universidad de Misuri, que ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibirá el título de Doctor en Filosofía y aceptará una plaza como profesor en la misma institución, en la que enseñará hasta su muerte, en 1956. Todo lo que sucede antes y después de ese acontecimiento, de su entrada en la universidad, tiene mucho que ver, en muchos momentos, con la violencia, en todas sus formas de expresión, a la que cotidianamente nos enfrentamos. Y también a cada signo de belleza, de ilusión, de estupor y de sobresalto que nos hace vivir, vivir, vivir... sin querer morir.
Sé que, a través del periodismo, Antonio Arco ha asumido responsabilidades y ha tratado de encontrar sentido a su historia. Sé también que Arco, como William Stoner, ha conocido el mundo «de una manera que pocos de sus colegas más jóvenes podrán comprender». Qué importante es la herencia que dejan compañeros como él. Doy por hecho, que, como aquel chico criado en la granja de Booneville, en su caso, «la tristeza por los apuros ajenos también le acompañó en todos los momentos de su vida». Siempre te recordaré, como a Stoner. ¡Gracias!
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