Jon Lee Anderson conoció en Las Palmas de Gran Canaria una realidad que desentonaba con el mundo ideal. «Era una ciudad que atraía a intrigantes internacionales: marineros díscolos, hippies con ediciones de rústica de Paul Bowles y mercenarios en época de descanso y relajación». Hasta ... allí fue llevado por su pretensión de trotamundos. Nuestro inquieto joven norteamericano, hijo de un diplomático y de una escritora de libros infantiles, confiaba en continuar viaje hasta Togo, donde su hermana Michelle, a la que idolatraba, era parte de una expedición antropológica. África fue el lugar donde Jon Lee había sido más feliz en su infancia; sus padres resolvieron enviarlo a casa de unos tíos en Liberia por una temporada para apartarlo de otros males (básicamente el desasosiego adolescente). «Odiaba vivir en Estados Unidos», recoge en el diario de andanzas de aquellos días, 'Aventuras de un joven vagabundo por los muelles' (Anagrama, 2024; traducción de Jaime Zulaika).

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Es una crónica deliciosa de un tiempo en España, en plena década de los 70, todavía con el uniforme franquista, del hoy periodista de 'The New Yorker', profesor de la Fundación Gabo de Colombia, cuyo sueño de pisar las suaves sabanas togolesas se hace un mundo. Si llega o no a su destino no será importante («África estaba en la otra orilla, pero no había una manera clara de alcanzarla»); lo más entretenido de esta ilusión viajera es el paisaje humano que nos pinta Jon Lee a través de peculiares compañeros de espera, desde un ghanés que decía ser un príncipe desubicado, un malasio que vivió un año esclavizado en un barco pesquero o un libanés al que prohíben la entrada en casinos. Gente que soñaba con tener suerte alguna vez... La suerte nos esquiva, merodea a nuestro alrededor, pero no se compromete, no se casa con nadie para siempre. La vida es así.

Era aquel Jon Lee un joven instruido y leído. «El chico que llegó por sorpresa», como le llamaron en Liberia, Sâkúi (hombre alto en lengua kpelle), evoca algunos de sus autores predilectos: Henry Morton Stanley, Richard Francis Burton, Martin y Osa Johnson, y también los que conocieron la España de tanques y metralla, Orwell, Hemingway y William Kerrick, brigadista internacional, cuya estela parece de interés.

En Las Palmas, en esa espera interminable imaginando rutas emocionantes hasta Togo, pasará hambre, y mendigará en noches famélicas («chacales esqueléticos»), conocerá a tipos temerarios y sin escrúpulos [de los que aprende oficios dudosos como el de robacarteras a turistas incautos]. Habituales del puerto como él, «viajeros alicaídos», que en su desesperación barajan la idea de alistarse en la Legión. «Pasaría seis meses o un año con las tropas nómadas y después desertaría». Una vida riesgosa para la salud, y emparentada, con todas las distancias, con los idealizados marineros de Colón.

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